Cuadernos de viaje 1
Habiendo sido abandonado
por Calíope desde tanto tiempo atrás y desesperado por su ausencia, decidí
seguir el consejo del Poeta Mal Hablado,
sin saber si es ella una sola, o una serpiente de muchas cabezas. En la busca
de promesas, la tenté con cerveza; más vano fue el esfuerzo, ella indómita y
salvaje se negó a mis devaneos. Por lo tanto actué de la manera más prosaica,
quise simplemente dejarla ser; en algún momento regresaría. Si se fue, podrá
volver, el día menos pensado. Ella no se resiste a abandonar a sus amados
demasiado tiempo. Quisieron los avatares del destino y del trabajo que se
presentase la oportunidad de realizar recientemente un viaje al lejano destino
de Seúl, la antigua y moderna Seúl, la capital de Corea del Sur, ciudad de
contrastes y sorprendente mezcla de oriente y occidente, de tradición y
modernidad, de sorpresas en cada esquina. El grupo de viaje conformado por
amigos y compañeros de aventuras previas, el proceso lleno de expectativas y
anticipación.
El viaje cumplió con
creces con lo que de él se esperaba. La cantidad de experiencias fue
abigarrada, colorida, llena de sabores, olores, sensaciones multimedia,
envolvente, casi mareadora. Llevo una semana soñando a diario con las
multitudes, la marea humana de Namdaemun o la estación del metro de Samseong,
punto diario obligado de partida de nuestros periplos.
Al final decidimos que la
experiencia era tan buena que valía la pena compartirla, contar nuestras
impresiones mientras aún las tenemos frescas, mientras aún las podíamos palpar.
Ese fue el origen de estos "cuadernos de viaje", la excusa perfecta
para contar historias mientras Calíope se digna voltear a mirar. Así que aqui
vamos.
Pero, ¿por donde empezar?
¿Debería ser una narración cronológica, o una serie de episodios aparentemente
inconexos pero más ricos en narrativa y picante? ¿O simplemente arranque y
cuente, como cuando uno está en una reunión con los amigos, al calor de unos
espirituosos? (Seguimos tentándote). Al final y como una suerte de precalentamiento me
decidí por una historia corta, que no está directamente relacionada con el
viaje,¿o si? Pues finalmente fue algo que sucedió después de nuestro regreso.
Esta es.
Un corto viaje después de un largo viaje
El día había sido largo y
pesado, las nubes se cernían grises y ominosas sobre el centro de Bogotá,
presagiando una noche cargada de agua y frío. Las personas contagiadas por la
pesadez del ambiente llevaban la sombra de las oscuras nubes en sus rostros. No
podía permanecer ajeno a la tristeza generalizada, especialmente después de una
jornada repleta de consultas y exigente al trescientos por ciento; hecho
claramente agravado por la sensación de resaca post paseo. Francamente no
hubiese querido volver a trabajar tan pronto; pero el mundo real es exigente y
la necesidad de ayudar a los demás apremia. Además ya había descansado lo
suficiente (o eso me parecía). Mezcla de factores o influjo climático, lo
cierto es que la nube también enseñoreaba mis sienes. Y estaba agotado. ¿O era
el jet-lag del retorno? En todo caso mi único deseo era llegar a casa. Y
pronto.
No se si fue la costumbre
de fijarme en todo, renovada en Seúl, o la opresión atmosférica. Pero cada
detalle del recorrido, hacia la estación del Transmuylleno, estuvo cargado de
imágenes que parecían enviar un mensaje cifrado y complejo desde esferas
allende la cotidiana comprensión.
La acera estaba rota,
quizá desde los tiempos del pregrado. Una hebra de pasto se aferraba pertinaz a
la vida entre los resquicios del cemento desgastado, en el vértice de la
fractura y una alcantarilla con la tapa escorada hacia el foso. Un hilillo de
agua se escurría justo debajo alimentando quizá a aquel humilde pastillo, o de
pronto, a la población ignorada del subsuelo intrigante.
El caos vehicular estaba
especialmente horrible. La fila bajaba desde la Caracas hasta la 16. Un hombre
conduciendo un camión destartalado quiso pasar por encima de los demás,
provocando la reacción de un taxista que, enfurecido, se apeó cruceta en mano y
luego eran tres, cuatro taxistas. Parafraseando aquel corrido, al camionero
¡cruceta en mano se le echaron de a montón!
Llegue a la intersección
de la 45 por Caracas. El semáforo dio vía a la Caracas. Justo a tiempo me subí
al andén. El tipo de la moto me alcanzó a recordar a mi Ruca del alma, pero más
adelante metió la llanta en una alcantarilla sin tapa. No fue necesario
devolverle el halago. Una pálida sonrisa espantó momentáneamente a la nube de
mi sien.
La horda de autos siguió
a la moto en el sentido norte-sur; nadie quería ceder el paso, todos querían
pasar primero, todos tenían prisa en llegar a su destino, cada uno era más
importante que los demás, cada cual estaba convencido de tener más derecho que
los otros para utilizar la calle.
El humo se elevó de todos
los exhostos como un homenaje supremo a la gris nube que arriba lo esperaba, el
huracán de contaminación se abalanzó sobre mi cabeza y el semáforo dio vía a los que querían
atravesar la Caracas o entrar al portal y la horda humana se lanzó desde cada
uno de los extremos de la calle, como cuando se ve en los documentales a la
manada de Ñus atravesando el río y los cocodrilos del Nilo los esperan
tranquilos en la mitad de la corriente, así esperaban los articulados para abalanzarse sobre la
masa humana apenas el semáforo les diera la oportunidad y la gente se lanzó en estampía
a la entrada del portal y yo me sentía como un Ñu más de la manada arrastrado
por la corriente y no podía desviar en otra dirección y el humo de los carros
se mezclaba con el olor del sudor de las personas y todos querían entrar de
primeros y recordé que no tenía la tarjeta de entrada porque la saqué de la
billetera justo antes del viaje y la fila para comprar tiquete era la más
caótica y las más apretada de todos y en ese justo momento pensé en el metro de
Seúl, en la viejita tullida que vendía
chicles y al abrir los ojos había otra viejita, toda chibcha ella, pero hermana
de la coreana, en la misma actitud y en el mismo estado de invalidez y
abandonamiento, intentando capturar la mirada de la horda con unos ojos
tristes, tristísimos, con la mano estirada esperando alguna moneda, pero la
horda no la miraba sino que hubiese preferido pasar por encima de ella y alguien
se prendió del claxon de su carro y todos lo imitaron en una espantosa
cacofonía amorfa y disonante y entonces hubo una pausa, un huequito, una
solución de continuidad en la horda y salí como una exhalación y pasé derecho
hasta el otro lado de la Caracas, sentido sur-norte.
¡Qué mareo!
Apenas logré ver el taxi
desistí de la idea loca de usar el transporte público de Bogotá, que de masivo
solo tiene la masa amorfa de gente que se sube en cada aparato de esos. Me subí
al taxi – Lléveme a la autopista con 127 – y me relajé. Fue un corto viaje, de la Nueva a la Caracas,
pero logré contrastarlo con el largo viaje de apenas un par de días atrás.
El taxi arrancó. Miré hacia
un lado.
Calíope se había subido
por la otra puerta.