miércoles, 1 de octubre de 2014

AL BORDE DE MI (finale, allegro ma non troppo)

Todo terminó como terminan los chismes, los simples cuentos de pasillo, como un rumor débil y etéreo que poco a poco se desvanece en el aire como el humo de la greca que sale de la taza después de servirse el tinto. Al poco tiempo, si sigues su espiral ascendente, ya no lo ves.

Aún tengo fresca en mi memoria la serie de acontecimientos de la última semana. Mi esposa embelesada con lo bien que me habían quedado los rayitos que me había pintado, que para ella eran una expresión de espontaneidad y por lo tanto, un soplo de renovación en nuestro matrimonio. Entre risas me confesaba en las mañanas que me veía convertido en un hombre nuevo, lleno de pasión y fogosidad. En el Club todos me habían saludado el último domingo, comentando cómo me había ido de bien en el torneo interclubes y felicitándome por el Águila del hoyo 17, que nadie jamás había logrado previamente. ¡Todo un récord!

Los tres casos que estábamos cerrando en los juzgados esta semana fueron un éxito rotundo, en especial la demostración de inocencia del Diputado Flórez. Ya veía la jugosa ganancia tras la demanda que le íbamos a instaurar al Estado por haberlo puesto injustamente preso durante 17 meses. ¡Y los titulares de prensa! Era claramente mi mejor momento. A partir de ahora iba a tomar casos más arriesgados, tal vez más dudosos, pero seguramente más exitosos en lo social y lo económico. Total, ya sabía lo que era “delinquir”. Y el fin, estaba muy claro, justificaba los medios.

Jessica, la secretaria del juzgado, se me acercó sonriente: - Doctor Bonagrossa, ¡qué bien se le ve a usted hoy! ¡Se nota que aclarar el caso del impostor lo tiene feliz!  

Sonreí  seguro que la cara de confianza que tenía en ese momento tenía que ser bastante elocuente, emanando la autosuficiencia  que sentía ante el completo éxito alcanzado. Tuve la sensación inminente que este momento especial de la vida definiría todo lo que sucedería a continuación. Había llegado a una esquina y sin dudarlo decidí no cruzar por ella, seguir derecho, tomar la decisión correcta. Entonces, una vez más lo vi y casi, con desprecio, lo volví a recordar. El “otro yo” (¡¡¡POR SUPUESTO QUE NO ERA NINGÚN IMPOSTOR!!!) se retorcía en el piso presa del disparo. Tuve tiempo de contarle toda la historia antes que perdiera su miserable vida. El socio me miraba extasiado.

Todo empezó, le dije, en un momento como este, crucial en la vida. No lo supiste identificar, tuviste la sensación, pero no supiste decidir, la corriente te llevó, no fuiste capaz de doblar la esquina o seguir derecho: fue cuando se te propuso defender a Juan Germán Espíndola, alias “Chuzofranco”. Era un caso ganado. Todo estaba arreglado. Solo se necesitaba un abogado con buen nombre, nada más, alguien que pusiera la cara ante las cámaras, lo demás ya estaba hecho y decidido desde muy arriba. No te decidiste inmediatamente. Al salir de la casa de sus lugartenientes, me tomaron por sorpresa y casi me matan a golpes. Quedé tendido moribundo, al fondo del caño de la 85. Tiene tan poca agua que gracias a eso no me ahogué. Tú te fuiste a casa tan tranquilo, a MI casa, a la que considerabas tuya. Era la primera vez que no sabías qué camino tomar y este fue el resultado.

Mucho tiempo me tomó darme cuenta que eras tú el que seguía viviendo mi vida. En la desesperación intenté ir al Club, a la oficina, a nuestros sitios habituales. Nadie me reconocía. No sabía si era mi ropa andrajosa, que por caridad recibí de la única persona que todo este tiempo ha creído en mí. No sabía si era por los ojos, permanentemente inyectados por la ansiedad. Ahora sé que a ti tampoco casi te reconocían, que a veces estabas en el Club y ni siquiera te saludaban. Largos meses de ir a casa y no estar allí. Por lo menos creo que jamás tocaste a mi mujer. Y la oficina, que horror… Te agradezco por cuidarme el trabajo, aunque lo pusiste en riesgo siendo tan inepto, tan malo para tomar decisiones, pero creyéndote tan bueno y tan autosuficiente, creyéndote que eras YO.

Así que tuve que cazarte, pues no podía acceder a ti. Tuve que ponerte una trampa. Mi socio, el único que creyó en mí, mi fiel amigo, hizo la labor ardua, por meses regando el cuento en la calle acerca de mi supuesta drogadicción. Si en algo me conozco, sé que tu parte de mí en algún momento sentiría herido su amor propio al conocer los rumores.

Y tuve éxito. Encontraste a mi socio, lo seguiste, pero eras tan imbécil que a pesar de su huida, evidentemente torpe, pensada para ser reconocido, en menos de tres cuadras lo perdiste. Pero eres predecible. En menos de 10 minutos en las calles  ya te tenía identificado de nuevo. Allí estabas, intentando seguir a mi socio. En medio de toda esa gente nunca lograste ubicarme, pero yo iba un paso delante de ti. Me sentía dichoso de mis dotes de camuflaje. Te seguí por media hora más. Mi socio te distrajo pidiendo plata en un semáforo,  raponeándole la cartera a una señora que en realidad es su hermana;  y solo tuvo que correr 30 metros antes de confundirte de nuevo entre la multitud; sin embargo te vio y se dejó encontrar. No te perdí el rastro y me dirigí al callejón.

Al cabo de 15 minutos sucedió todo. En el fondo de un callejón me encontré con mi socio y detrás entraste tú, mi impostor. Allí estabas, de mi misma estatura, con mis mismos cabellos, la cara igual, los ojos vacíos y faltos de brillo. Era el momento de enfrentarte.

Mi socio a la sazón me estaba informando acerca del éxito de nuestra estrategia, así que sin más dilación y contando con el factor sorpresa, me alisté para lanzarme sobre ti y acabar con esta aberración, porque de eso se trata todo esto, del subproducto que fuiste tú y que se materializó en el único momento de duda que tuve en toda la vida hasta ahora. No hay Universos Paralelos, solo hay malas decisiones. Y la mala decisión que te creó, acaba de ser corregida. Lo siento, impostor mío, tu vida jamás lo fue.

El otro intentó apuntarle con el arma, mientras Bonagrossa se lanzó como un tigre al acecho, casi como si hubiera esperado la maniobra del impostor, casi como si fuera él quien hubiera sabido todo el tiempo lo que iba a suceder. Como si siempre (de hecho era así, excepto aquella única ocasión) hubiera llevado firme en sus manos las riendas de su vida. Un disparo sonoro retumbó en la soledad del callejón.

 

AL BORDE DE MI (tercera parte)

A partir de ese momento las acciones tomaron un ritmo vertiginoso. Me lancé del bus como un poseído detrás del  socio de mi impostor (¿o posiblemente de algún “otro yo” proveniente de un Universo paralelo?) y lo perdí tras tres calles. Pero ya estaba decidido. Había visto a mi presa a la cara y no la iba a soltar fácilmente.
Tratándose de un sector  comercial decidí no alejarme, pues probablemente tendría oportunidad de encontrar a mi agresor de nuevo. Decidí disfrazarme. Fui a una peluquería de barrio, me hice retirar la gomina del cabello, usualmente perfectamente peinado, pues es largo y frondoso; me aplicaron unos rayos para hacerme parecer canoso y me lo dejé despeinado, al natural.

Fui a una tienda de ropa de segunda y compré un gabán gris sucio y roto, una camiseta vieja con un letrero vulgarísimo de alguien llamado Ramones (no entiendo, Ramón es un nombre hasta bonito, un conocido mío del Club se llama así, no comprendo el sentido de pluralizarlo), unos jeans (la prenda que todos llaman “universal”, pero que a mi modo de ver es lo peor en gusto que alguien haya podido inventar, claro, Levi Strauss, su nombre lo dice todo, judío por supuesto) y unas zapatillas horrorosas. Por una propina extra el dueño del negocio accedió a guardar mi fino vestido y mis zapatos italianos durante un par de horas. Estaba convencido de tener más que tiempo suficiente para completar mi acometido. Finalmente en la parte de atrás del pantalón lo escondí, el revólver con el que me acompañaba hacía varios días y que en realidad consistía en el único ilícito cometido en mi vida. Comprado en el centro de la ciudad por $230.000, de manera clandestina, a menos de 300 m del edificio de los juzgados. Habrá que hacer algo después para purgar el centro de mi hermosa ciudad de toda esa ralea. El fin que perseguía, justificaba este error , que sin darme cuenta, me trajo a posteriores equivocaciones.
Y tuve éxito. Menos de 10 minutos en las calles y ya lo tenía identificado. Allí estaba el socio de mi impostor. En medio de toda esa gente nunca logró ubicarme. Me sentía dichoso de mis dotes de camuflaje. Lo seguí por media hora más. Pidió plata en un semáforo, le raponeó la cartera a una señora y solo tuvo que correr 30 metros antes de perderse entre la multitud; sin embargo no le perdí el rastro.

Al cabo de 15 minutos sucedió todo. En el fondo de un callejón se encontró con mi impostor. Allí estaba, de mi misma estatura, con mis mismos cabellos, la cara igual, los ojos inyectados y ansiosos. Era el momento de enfrentarlo.

El socio a la sazón le estaba informando acerca de nuestro encuentro en el bus, así que sin más dilación y contando con el factor sorpresa, me hice a mi revólver y les apunté directamente al pecho de mi impostor. – ¡Así te quería encontrar, hijo de perra, usurpando mi buen nombre y poniendo por el piso mi reputación! ¡Ahora mismo vas a explicarme por qué me elegiste a mí y por qué me estás suplantando!

El otro se lanzó como un tigre al acecho, casi como si hubiera estado esperando el momento, casi como si fuera él quien hubiera estado todo el tiempo preparando la trampa. Un disparo sonoro retumbó en la soledad del callejón.