Tratándose de un sector comercial decidí no alejarme, pues probablemente tendría oportunidad de encontrar a mi agresor de nuevo. Decidí disfrazarme. Fui a una peluquería de barrio, me hice retirar la gomina del cabello, usualmente perfectamente peinado, pues es largo y frondoso; me aplicaron unos rayos para hacerme parecer canoso y me lo dejé despeinado, al natural.
Fui a una tienda de ropa de
segunda y compré un gabán gris sucio y roto, una camiseta vieja con un letrero
vulgarísimo de alguien llamado Ramones (no entiendo, Ramón es un nombre hasta
bonito, un conocido mío del Club se llama así, no comprendo el sentido de
pluralizarlo), unos jeans (la prenda que todos llaman “universal”, pero que a
mi modo de ver es lo peor en gusto que alguien haya podido inventar, claro,
Levi Strauss, su nombre lo dice todo, judío por supuesto) y unas zapatillas
horrorosas. Por una propina extra el dueño del negocio accedió a guardar mi
fino vestido y mis zapatos italianos durante un par de horas. Estaba convencido
de tener más que tiempo suficiente para completar mi acometido. Finalmente en
la parte de atrás del pantalón lo escondí, el revólver con el que me acompañaba
hacía varios días y que en realidad consistía en el único ilícito cometido en
mi vida. Comprado en el centro de la ciudad por $230.000, de manera
clandestina, a menos de 300 m del edificio de los juzgados. Habrá que hacer
algo después para purgar el centro de mi hermosa ciudad de toda esa ralea. El
fin que perseguía, justificaba este error , que sin darme cuenta, me trajo a
posteriores equivocaciones.
Y tuve éxito. Menos de 10 minutos
en las calles y ya lo tenía identificado. Allí estaba el socio de mi impostor.
En medio de toda esa gente nunca logró ubicarme. Me sentía dichoso de mis dotes
de camuflaje. Lo seguí por media hora más. Pidió plata en un semáforo, le raponeó
la cartera a una señora y solo tuvo que correr 30 metros antes de perderse
entre la multitud; sin embargo no le perdí el rastro. Al cabo de 15 minutos sucedió todo. En el fondo de un callejón se encontró con mi impostor. Allí estaba, de mi misma estatura, con mis mismos cabellos, la cara igual, los ojos inyectados y ansiosos. Era el momento de enfrentarlo.
El socio a la sazón le estaba informando acerca de nuestro encuentro en el bus, así que sin más dilación y contando con el factor sorpresa, me hice a mi revólver y les apunté directamente al pecho de mi impostor. – ¡Así te quería encontrar, hijo de perra, usurpando mi buen nombre y poniendo por el piso mi reputación! ¡Ahora mismo vas a explicarme por qué me elegiste a mí y por qué me estás suplantando!
El otro se lanzó como un tigre al
acecho, casi como si hubiera estado esperando el momento, casi como si fuera él
quien hubiera estado todo el tiempo preparando la trampa. Un disparo sonoro
retumbó en la soledad del callejón.
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