Aún tengo fresca en mi memoria la
serie de acontecimientos de la última semana. Mi esposa embelesada con lo bien
que me habían quedado los rayitos que me había pintado, que para ella eran una
expresión de espontaneidad y por lo tanto, un soplo de renovación en nuestro
matrimonio. Entre risas me confesaba en las mañanas que me veía convertido en
un hombre nuevo, lleno de pasión y fogosidad. En el Club todos me habían
saludado el último domingo, comentando cómo me había ido de bien en el torneo interclubes
y felicitándome por el Águila del hoyo 17, que nadie jamás había logrado
previamente. ¡Todo un récord!
Los tres casos que estábamos
cerrando en los juzgados esta semana fueron un éxito rotundo, en especial la
demostración de inocencia del Diputado Flórez. Ya veía la jugosa ganancia tras
la demanda que le íbamos a instaurar al Estado por haberlo puesto injustamente
preso durante 17 meses. ¡Y los titulares de prensa! Era claramente mi mejor
momento. A partir de ahora iba a tomar casos más arriesgados, tal vez más
dudosos, pero seguramente más exitosos en lo social y lo económico. Total, ya
sabía lo que era “delinquir”. Y el fin, estaba muy claro, justificaba los
medios.
Jessica, la secretaria del
juzgado, se me acercó sonriente: - Doctor Bonagrossa, ¡qué bien se le ve a
usted hoy! ¡Se nota que aclarar el caso del impostor lo tiene feliz!
Sonreí seguro que la cara de confianza que tenía en
ese momento tenía que ser bastante elocuente, emanando la autosuficiencia que sentía ante el completo éxito alcanzado. Tuve
la sensación inminente que este momento especial de la vida definiría todo lo
que sucedería a continuación. Había llegado a una esquina y sin dudarlo decidí
no cruzar por ella, seguir derecho, tomar la decisión correcta. Entonces, una
vez más lo vi y casi, con desprecio, lo volví a recordar. El “otro yo” (¡¡¡POR
SUPUESTO QUE NO ERA NINGÚN IMPOSTOR!!!) se retorcía en el piso presa del
disparo. Tuve tiempo de contarle toda la historia antes que perdiera su
miserable vida. El socio me miraba extasiado.
Todo empezó, le dije, en un
momento como este, crucial en la vida. No lo supiste identificar, tuviste la
sensación, pero no supiste decidir, la corriente te llevó, no fuiste capaz de doblar
la esquina o seguir derecho: fue cuando se te propuso defender a Juan Germán
Espíndola, alias “Chuzofranco”. Era un caso ganado. Todo estaba arreglado. Solo
se necesitaba un abogado con buen nombre, nada más, alguien que pusiera la cara
ante las cámaras, lo demás ya estaba hecho y decidido desde muy arriba. No te
decidiste inmediatamente. Al salir de la casa de sus lugartenientes, me tomaron
por sorpresa y casi me matan a golpes. Quedé tendido moribundo, al fondo del
caño de la 85. Tiene tan poca agua que gracias a eso no me ahogué. Tú te fuiste
a casa tan tranquilo, a MI casa, a la que considerabas tuya. Era la primera vez
que no sabías qué camino tomar y este fue el resultado.
Mucho tiempo me tomó darme cuenta
que eras tú el que seguía viviendo mi vida. En la desesperación intenté ir al
Club, a la oficina, a nuestros sitios habituales. Nadie me reconocía. No sabía
si era mi ropa andrajosa, que por caridad recibí de la única persona que todo
este tiempo ha creído en mí. No sabía si era por los ojos, permanentemente
inyectados por la ansiedad. Ahora sé que a ti tampoco casi te reconocían, que a
veces estabas en el Club y ni siquiera te saludaban. Largos meses de ir a casa
y no estar allí. Por lo menos creo que jamás tocaste a mi mujer. Y la oficina,
que horror… Te agradezco por cuidarme el trabajo, aunque lo pusiste en riesgo
siendo tan inepto, tan malo para tomar decisiones, pero creyéndote tan bueno y
tan autosuficiente, creyéndote que eras YO.
Así que tuve que cazarte, pues no
podía acceder a ti. Tuve que ponerte una trampa. Mi socio, el único que creyó
en mí, mi fiel amigo, hizo la labor ardua, por meses regando el cuento en la
calle acerca de mi supuesta drogadicción. Si en algo me conozco, sé que tu
parte de mí en algún momento sentiría herido su amor propio al conocer los
rumores.
Y tuve éxito. Encontraste a mi
socio, lo seguiste, pero eras tan imbécil que a pesar de su huida,
evidentemente torpe, pensada para ser reconocido, en menos de tres cuadras lo
perdiste. Pero eres predecible. En menos de 10 minutos en las calles ya te tenía identificado de nuevo. Allí estabas,
intentando seguir a mi socio. En medio de toda esa gente nunca lograste
ubicarme, pero yo iba un paso delante de ti. Me sentía dichoso de mis dotes de
camuflaje. Te seguí por media hora más. Mi socio te distrajo pidiendo plata en
un semáforo, raponeándole la cartera a
una señora que en realidad es su hermana; y solo tuvo que correr 30 metros antes de confundirte
de nuevo entre la multitud; sin embargo te vio y se dejó encontrar. No te perdí
el rastro y me dirigí al callejón.
Al cabo de 15 minutos sucedió
todo. En el fondo de un callejón me encontré con mi socio y detrás entraste tú,
mi impostor. Allí estabas, de mi misma estatura, con mis mismos cabellos, la
cara igual, los ojos vacíos y faltos de brillo. Era el momento de enfrentarte.
Mi socio a la sazón me estaba
informando acerca del éxito de nuestra estrategia, así que sin más dilación y
contando con el factor sorpresa, me alisté para lanzarme sobre ti y acabar con
esta aberración, porque de eso se trata todo esto, del subproducto que fuiste
tú y que se materializó en el único momento de duda que tuve en toda la vida
hasta ahora. No hay Universos Paralelos, solo hay malas decisiones. Y la mala
decisión que te creó, acaba de ser corregida. Lo siento, impostor mío, tu vida
jamás lo fue.
El otro intentó apuntarle con el
arma, mientras Bonagrossa se lanzó como un tigre al acecho, casi como si
hubiera esperado la maniobra del impostor, casi como si fuera él quien hubiera sabido
todo el tiempo lo que iba a suceder. Como si siempre (de hecho era así, excepto
aquella única ocasión) hubiera llevado firme en sus manos las riendas de su
vida. Un disparo sonoro retumbó en la soledad del callejón.
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