Pensé en mi tío Edgar, muerto en la
lejana California tan solo algunos meses atrás y recordé nuestras tertulias
juntos, escuchando sus boleros y sus tangos, generosamente regados con Blanco
del Valle y lo vi frente a mí, contándome su vida y cantando aquellas melodías
que amaba, mientras me daba sus consejos de vida:
-M´hijo – empezaba – mucho cuidado con
su corazón, no lo vaya a entregar a la primera, recuerde que uno busca siempre
lleno de esperanzas el camino que lo sueños prometieron a sus ansias, uno va
arrastrándose entre espinas en su afán de dar su amor y sufre y se destroza
hasta entender que uno se ha quedao sin corazón.
-Sea perseverante, papi – continuaba –
que usted vale mucho, porque ha sido uno de los más dedicados de toda la
familia al estudio, no se preocupe ahorita por los temas del corazón, mire todo
lo que yo amé a mi mujer y ese cáncer se la llevó, ahora con el alma marchita
salgo con una muchachita, pero sé que es solo algo pasajero, no será como antes
fue, miro a esa sardina y pienso que si pudiera como ayer querer sin presentir,
a sus ojos que me gritan su cariño los cerrara con mis besos y me abrazaría a
su ilusión. Pero la muerte de mi esposa se llevó más que la mitad de mi alma,
m´hijito, así que no se apresure y viva con calma su vida.
Ese tipo de conversaciones habían sido
frecuentes entre nosotros, en la época en que hice mi año rural, cuando mi tío
fue también un padre para mí, amaba visitarlo y escuchar sus historias del Cali
Viejo, sus aventuras adolescentes, sus primeros y últimos amores, siempre en
ambiente bohemio, entre buenos tragos y mejor música.
Y empecé a llorar.
A llorar sin contenerme, hasta que se me
secó el manantial de la inocencia de mi alma. Lloré por horas hasta que no
quedó nada más en el fondo de mí, hasta que el agotamiento me venció.
Si yo tuviera el corazón
El mismo que perdí
Si olvidara a la que ayer
Lo destrozó y pudiera amarla
Me abrazaría a su ilusión
Para llorar su amor
Precio de castigo que uno entrega
Por un beso que no llega
O un amor que lo engañó.
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