miércoles, 21 de abril de 2021

INVASIÓN

Regresaba a casa de un viaje. Había sido uno de esos congresos a los que con tanta asiduidad asistía a comienzo de la década de los 10s, pero con los años se había venido enfriando el entusiasmo. Poco después descubrí que el secreto consistía en no asistir todos los años, pues siempre parecía recoger uno la misma información; en cambio, asistir cada dos o tres años te brindaba una perspectiva nueva acerca del avance de los conocimientos. Este congreso en particular había sido menos aburridor que los últimos; probablemente también había ayudado el hecho que se desarrollaba en una ciudad en la cual yo no había estado nunca. La emoción de un nuevo destino, conocer de primera mano una cultura diferente, un idioma incomprensible y una gastronomía exótica hacía de la experiencia global algo mucho más satisfactorio. Hasta por eso podría ser posible que los temas de las conferencias se me hubieran antojado más innovadores y actualizados en comparación con los años anteriores.

Acerca de todos estos temas venía cavilando, con la mirada perdida en la nada a través de la pequeña ventanilla del avión. Este se aproximaba a tierra recta y decididamente; el atardecer se antojaba glorioso y la atmósfera se palpaba tranquila. Entonces me salí de la abstracción y miré hacia la bóveda celeste, para disfrutar los colores del atardecer desde la altura. Disfruto extasiándome a la vista de los arreboles desde el nivel de los cúmulos. Fue en ese preciso instante, tal vez un rayo último de sol se reflejó en el extraño metal, o tal vez el movimiento alertó mi sentido visual; de lo que estoy absolutamente seguro, es que lo vi antes que nadie. Luces alineadas en formación geométrica perfecta, que emanaban mosaicos holográficos a partir de estructuras de apariencia metálica y manufactura completamente desconocida y no asimilable a nada familiar. Sentí por un instante que el corazón se detenía en un punto intermedio hacia el final de la sístole. La imagen era absolutamente surreal. No encajaba en nada conocido. Prendí el celular, con las manos temblorosas. Capté la imagen increíble en video; deseaba con vehemencia repartirla inmediatamente a la amplia red global, la sensación de vacío en mi estómago era un claro indicador de la premura con la que se debía actuar. Aún no había señal disponible. Minutos angustiosos. Tres puntitos que progresaban y desaparecían en la pantalla del móvil. Una y otra vez. La señal llega casi simultáneamente con el aterrizaje. ¡Vamos, carga rápido! La ruedita de espera empieza a girar pacientemente, aumentando mi ansiedad. Finalmente sube por completo. Ahora debería ser el momento de correr; pero no, hay que esperar para bajar del avión. Finalmente se puede acelerar por los pasillos interminables. Mi familia estaba casi toda esperándome en el pasillo de llegadas internacionales. - ¿Dónde está la abuela? - pregunto - En casa - me responden. - ¡Carajo, vámonos ya! - Por el camino les explico lo que he visto. Logramos llegar a la casa a recoger a la abuela, cuando ya las naves están bajando a una altura escasa.  Ahora podemos verlas en mayor detalle. Son hechas aparentemente de un metal bruñido y brillante. Casi no tienen detalles externos. Su forma recuerda a un cigarro alargado o tal vez, a algunos de esos antiguos zeppelines del primer tercio del siglo XX. No se les ven motores o aparatos propulsores. En lo que debe ser el frente todas llevan una luz, aunque cada una la ostenta de un color diferente. Las luces son brillantes y cada una titila en una frecuencia perceptiblemente diferente a las otras. Pero lo más asombroso en sí mismo no son las naves. Es que todo el conjunto es completamente inverosímil. En el cielo se pintan grandes hologramas brillantes y multicolores, que representan figuras y personajes mundialmente familiares: Mickey Mouse, Sailor Moon, el Perro Tony.

Las figuras se mueven en el cielo, miran hacia el conjunto de nosotros (la ciudad) y sonríen. Danzan coreografías alegres. Sin embargo, un zumbido sordo que se siente en el fondo del tórax, más que escucharse, se distribuye por todo el ambiente. Las imágenes parecen ser festivas, pero esta vibración no concuerda con esa alegría. Las personas se bajan de los autos alborozadas y siguen con emoción la danza de los hologramas. Solo yo sé que son distractores, ellos no vienen con buenas intenciones. Mi plan es huir hacia la Sierra del Cocuy, lo más lejos posible, ganar tiempo para poder pensar. Esconderme lejos, digo yo, donde al menos no lleguen de entrada. Mi lógica es sencilla, ellos atacaran primero las grandes urbes, como en la Guerra de los Mundos de H.G Wells. Desde que leí el libro en mi temprana adolescencia tuve la premonición que esto no era solo una lectura de ficción; era una premonición, una clara profecía, una narración exacta de algo que inevitablemente habría de suceder. Por fin llegamos a casa; afortunadamente vivimos hacia la salida norte de la ciudad; desde aquí será fácil tomar carretera antes que el caos reine. Subo hasta el apartamento como una exhalación. Recojo a la abuelita y al llegar con ella de regreso hasta el carro, Santi se ha evadido (tiene como 8 años) porque quiere ver a Mickey en el cielo con las estrellas. Muerto de la angustia le digo a mi esposa que vaya saliendo, que la alcanzo en la Estación de Gasolina a dos cuadras de ahí. Ella arranca con un estruendo de llantas dejando solo el rastro del aroma a caucho quemado.

No ha terminado de cruzar en la esquina cuando un estruendo aterrador, como de rugir de volcán primitivo en erupción llena todos los espacios del mundo. ¡Santi está solo! A toda carrera devoro los 5 pisos de subida hasta el apartamento y encuentro a Santiago llorando aterrado, asustado por el bramido previo, escondido en el closet. No alcanzamos a bajar las escaleras, soy plenamente consciente que los otros han aterrizado ya. Se escuchan gritos allá abajo; poco a poco asciende un hedor a cuero quemado que me asusta hasta la irracionalidad. Quiero gritar del terror, pero Santi se aprieta duro a mi costado y me trae de regreso. Debo pensar rápido. Subo de nuevo con una idea diferente en mi cerebro.

Huimos por el techo. Por las tejas podemos llegar hasta el otro lado del conjunto, donde aún todo se encuentra en silencio. Hay unas escaleras de emergencia, peligrosas porque quedan expuestas en la pared externa del edificio, pero es mi única oportunidad. Le digo a mi hijo que se suba a mis espaldas y se aferre lo más fuerte posible. ¡Que locura! No puedo respirar y mis manos no sienten el frío hierro al que se adhieren. Descendemos en el extremo opuesto del conjunto. Todo parece estar tranquilo aquí. Las luces multicolores se ven del otro lado, humo y rayos amenazadores se adivinan detrás de la silueta de los edificios. Atravesamos la zona verde protegidos por los árboles y saltamos la cerca trasera. Afortunadamente esto nos corta más de la mitad del camino hacia la estación de gasolina. Al salir hacia la autopista vislumbro nuestro carro. Agito los brazos mientras me dirigo en su dirección. Nos encontramos todos. Logramos escapar. La salida hacia el norte evidentemente está despejada. Acelero a fondo. Por el retrovisor se observa la dantesca escena que poco a poco se va alejando. El mundo está hecho un caos. Humo, explosiones, rayos violetas cubren el cielo. Es evidente que vienen por nosotros. Nos han tomado por sorpresa.

Mientras llegamos al Cocuy lo voy planeando todo. El camino ha estado completamente solo. Me he calmado. He tenido tiempo de planear muchas cosas con cabeza fría. ¿Por qué en el Cocuy? Es evidente. He estado obsesionado con esta invasión desde mi infancia. He llevado una vida oculta en la que he investigado, me he preparado, he tenido tiempo para organizarme. Tenemos un búnker allá en la sierra, con provisiones para muchos meses. Cada cierto tiempo voy hasta allá, actualizo los víveres, reviso los equipos. Se esconde bajo un cobertizo anexo a la casa de la finca de descanso que nos pertenece, rústica, primaria, baja de perfil, que una pareja de campesinos cuida para mí hace dos décadas. Siempre que vamos, mis hijos se divierten alimentando a las gallinas, la abuela es feliz con el paisaje, mi esposa descansa. Solo yo sigo trabajando en mi búnker, aunque mi esposa se burla ocasionalmente de mí. Hoy cobra valor mi previsión. Ya vamos llegando, he manejado casi toda la noche, falta poco para amanecer. Me aterra pensar que pueda mirar hacia atrás y ver que sus naves me han dado alcance. Sudo frío ante esta posibilidad.

Debo dejar a mi familia a resguardo. Y debo regresar. Yo sé lo necesario para tomarlos por sorpresa, así como hicieron esta noche con nosotros y derrotarlos. Yo conozco su punto débil. Todo está servido para la aventura más épica de mi vida. Lo he esperado siempre. Entonces despierto. Sonrío. Se que este es uno de esos sueños que se viven por capítulos. Mañana será otra noche.


lunes, 12 de abril de 2021

Ruta Nacional 45-A

Era el año de la pandemia. Esta había tomado a todo el mundo por sorpresa;  había paralizado y puesto en jaque a la humanidad. Adolfo no se dejaba arredrar por este suceso, que consideraba solamente una vicisitud más, un tropiezo, otra pequeña piedra en el camino. Había seguido trabajando de manera normal, ya que para fortuna suya (o desgracia, nunca se sabe), pertenecía al personal de primera línea. Su gran amigo y colega Omar tenía un caso difícil para ser manejado en Bucaramanga. De manera que fue necesario tramitar los permisos para trasladarse desde Bogotá. Omar era organizado y responsable, no tanto así Adolfo, que gustaba dejar algunos aspectos de la vida al azar. El hecho es que no lo detuvieron en todo el camino, a pesar de que había siete retenes a lo largo de la ruta. Adolfo pensaba que este año bien podía pasar a la historia como aquel en el que no hubo trancones.

La cirugía fue todo un éxito y tres días después Adolfo planeó su regreso a la capital. Ciertamente llevaba algunos años operando en equipo con Omar, pero siempre había viajado en avión; ahora debido a las circunstancias, hubo de hacerlo por tierra, Sin embargo, Adolfo estaba satisfecho: le gustaba conducir por las carreteras del país y más en estas circunstancias, casi sin otros carros y ciertamente con muy pocos camiones. Así que se tomó la partida relajadamente y tras un delicioso y muy conversado almuerzo, se despidió de Omar a las 3 de la tarde.

Era un día glorioso de mediados de junio y el cielo se encontraba despejado, mostrando un panorama de azul intenso atravesado por los rayos brillantísimos de un delirante sol estival. Adolfo suspiró feliz, encendió su automóvil y salió al ritmo de su música preferida y con un buen pertrecho de sándwiches, agua, gaseosas y diversos paquetes de comida chatarra. Solamente había conducido esa carretera por primera vez tres días atrás, viniendo a cumplir su obligación. Pero se consideraba a sí mismo un buen conductor y llevaba la aplicación de navegación encendida en su móvil:  - 7 horas 15 minutos a destino – había dicho. Alcanzaría a llegar a ver a su esposa y a charlar un poco con sus dos hijos, que lo esperarían despierto, siempre que viajaba lo hacían; era ya una tradición familiar.

Subió Pescadero con el automóvil veloz y el ánimo ligero, cantando a voz en cuello las canciones favoritas de su lista predeterminada. Diez minutos después de dejar atrás la entrada del Parque Nacional del Chicamocha empezó a llover. El panorama se oscureció con unos nubarrones grises que no se sabía muy bien de donde habían salido. Sin embargo, la lluvia estaba solamente allá afuera y el corazón de Adolfo saltaba alegremente, animado por las melodías que lo llevaban de regreso a sus años dorados.

Escampó justo antes de que atardeciera y el sol filtrando sus últimos rayos por entre el resto de los nubarrones antes de ocultarse bajo las montañas allende el oeste fue para Adolfo como una epifanía: quería aprovechar el resto de su vida para recorrer este hermoso país en carretera con su familia. El paisaje cambió rápidamente desde un degradé de grises al negro más oscuro. Miró el sistema de posicionamiento. Le restaban tres horas de camino más. La Ruta Nacional 45-A discurría todavía por Santander, en un altiplano lleno de curvas y picos filudos que se sucedían uno detrás del otro hasta donde alcanzaba la vista. Adolfo se adormiló un segundo y despertó justo a tiempo para esquivar una curva cerrada. Sintió el corazón salírsele del pecho. Continuó manejando sin detenerse. Luego fue presa de un cansancio supremo. Dolor muscular total. La Ruta seguía describiendo sus meandros sin cambiar para nada. Solo las luces del auto rompían tímidamente la oscuridad alucinante.

Media hora después Adolfo divisó un automóvil salido de la carretera, aparentemente estrellado contra un árbol. Aun humeaba desde el motor retorcido. Un frío estremecedor sacudió la espina de Adolfo desde la base hasta la unión con el cerebro. – Pobre hombre – pensó. Era evidente que el conductor no podía haber sobrevivido al golpe. Adolfo pudo casi que sentir el impacto físico en su propio cuerpo. No había nadie aún en el sitio del accidente. Su primera reacción fue llamar a emergencias. El móvil no daba tono. Quiso verificar en el sistema de posicionamiento la ubicación para dar aviso más adelante, cuando la señal se restableciera. El programa no señalaba el punto preciso en el mapa, pero decía misteriosamente que, tercamente y a pesar de la distancia recorrida, todavía faltaban tres horas para llegar a casa.

Resopló malgeniado y ajustó un poco más el pie sobre el acelerador. Curvas y curvas. Oscuridad. Cansancio progresivo. Los ojos se le cerraban. Picaban. Le ardían e intuía que se estaban enrojeciendo, resecando, desgastando por el cansancio. Tal vez empezada a preocuparse. Sorpresivamente divisó a lo lejos otro auto estrellado. – Caramba que esta Ruta es peligrosa – Se dijo un poco alarmado y decidió pasar de largo. Tal vez estaba un poco más oscuro.

La Ruta ahora semejaba ahora el recorrido de un laberinto sin fin y ya no podía distinguir el horizonte; no era posible para Adolfo adivinar siquiera los picos de las montañas recortándose contra el azul estrellado, impenetrable a su vista. Solo el sonido del motor acelerando lo mantenía con los ojos abiertos. La música había cesado sus melodías algún tiempo atrás, sin que él lo notara. Solo fue consciente de su ausencia cuando intentó recordar la última canción que había tarareado. No logró traerla de regreso a su memoria. Miró al frente enfocando al asfalto y este pareció irse estirando hacia el infinito de manera que el auto parecía más retroceder que avanzar.  Con cierta inquietud Adolfo bajó el vidrio de su ventana. No había brisa agitando el ambiente.

Recurrentemente, una nueva curva. Otro auto estrellado. Seguro este accidente ya había sucedido tiempo antes; ya había una ambulancia, una patrulla de la policía de carreteras y un par de curiosos. Se detuvo unos cincuenta metros antes de llegar. – Son demasiados accidentes ya, veré en qué puedo ayudar – pensó. -Y además necesito estirar las piernas- se dijo más como justificándose así mismo el no haberse detenido en los accidentes previos.

Se acercó sigilosamente y un pánico indescriptible se apoderó de su alma al reconocer el modelo de su auto en las latas retorcidas, las familiares letras y números de la matrícula claramente visibles y el cuerpo del conductor, acostado sobre la banca y cubierto con una sábana empapada en sangre. El brazo sobresaliente con el reloj puesto fueron delatores.

Adolfo quiso gritar y entonces comprendió que hacía eones insondables que el aire no llenaba sus pulmones; su corazón no latía en su pecho y sus ilusiones yacían esparcidas irremediablemente rotas sobre la Ruta Nacional 45-A.