Regresaba
a casa de un viaje. Había sido uno de esos congresos a los que con tanta asiduidad
asistía a comienzo de la década de los 10s, pero con los años se había venido
enfriando el entusiasmo. Poco después descubrí que el secreto consistía en no asistir
todos los años, pues siempre parecía
recoger uno la misma información; en cambio, asistir cada dos o tres años te brindaba
una perspectiva nueva acerca del avance de los conocimientos. Este congreso en
particular había sido menos aburridor que los últimos; probablemente también
había ayudado el hecho que se desarrollaba en una ciudad en la cual yo no había
estado nunca. La emoción de un nuevo destino, conocer de primera mano una
cultura diferente, un idioma incomprensible y una gastronomía exótica hacía de
la experiencia global algo mucho más satisfactorio. Hasta por eso podría ser
posible que los temas de las conferencias se me hubieran antojado más innovadores
y actualizados en comparación con los años anteriores.
Acerca
de todos estos temas venía cavilando, con la mirada perdida en la nada a través
de la pequeña ventanilla del avión. Este se aproximaba a tierra recta y decididamente;
el atardecer se antojaba glorioso y la atmósfera se palpaba tranquila. Entonces
me salí de la abstracción y miré hacia la bóveda celeste, para disfrutar los
colores del atardecer desde la altura. Disfruto extasiándome a la vista de los
arreboles desde el nivel de los cúmulos. Fue en ese preciso instante, tal vez
un rayo último de sol se reflejó en el extraño metal, o tal vez el movimiento
alertó mi sentido visual; de lo que estoy absolutamente seguro, es que lo vi
antes que nadie. Luces alineadas en formación geométrica perfecta, que emanaban
mosaicos holográficos a partir de estructuras de apariencia metálica y
manufactura completamente desconocida y no asimilable a nada familiar. Sentí
por un instante que el corazón se detenía en un punto intermedio hacia el final
de la sístole. La imagen era absolutamente surreal. No encajaba en nada
conocido. Prendí el celular, con las manos temblorosas. Capté la imagen increíble
en video; deseaba con vehemencia repartirla inmediatamente a la amplia red
global, la sensación de vacío en mi estómago era un claro indicador de la
premura con la que se debía actuar. Aún no había señal disponible. Minutos angustiosos.
Tres puntitos que progresaban y desaparecían en la pantalla del móvil. Una y
otra vez. La señal llega casi simultáneamente con el aterrizaje. ¡Vamos, carga
rápido! La ruedita de espera empieza a girar pacientemente, aumentando mi ansiedad.
Finalmente sube por completo. Ahora debería ser el momento de correr; pero no,
hay que esperar para bajar del avión. Finalmente se puede acelerar por los
pasillos interminables. Mi familia estaba casi toda esperándome en el pasillo
de llegadas internacionales. - ¿Dónde está la abuela? - pregunto - En casa - me
responden. - ¡Carajo, vámonos ya! - Por el camino les explico lo que he visto.
Logramos llegar a la casa a recoger a la abuela, cuando ya las naves están
bajando a una altura escasa. Ahora
podemos verlas en mayor detalle. Son hechas aparentemente de un metal bruñido y
brillante. Casi no tienen detalles externos. Su forma recuerda a un cigarro
alargado o tal vez, a algunos de esos antiguos zeppelines del primer tercio del
siglo XX. No se les ven motores o aparatos propulsores. En lo que debe ser el
frente todas llevan una luz, aunque cada una la ostenta de un color diferente.
Las luces son brillantes y cada una titila en una frecuencia perceptiblemente
diferente a las otras. Pero lo más asombroso en sí mismo no son las naves. Es
que todo el conjunto es completamente inverosímil. En el cielo se pintan
grandes hologramas brillantes y multicolores, que representan figuras y personajes
mundialmente familiares: Mickey Mouse, Sailor Moon, el Perro Tony.
Las
figuras se mueven en el cielo, miran hacia el conjunto de nosotros (la ciudad)
y sonríen. Danzan coreografías alegres. Sin embargo, un zumbido sordo que se
siente en el fondo del tórax, más que escucharse, se distribuye por todo el
ambiente. Las imágenes parecen ser festivas, pero esta vibración no concuerda
con esa alegría. Las personas se bajan de los autos alborozadas y siguen con
emoción la danza de los hologramas. Solo yo sé que son distractores, ellos no
vienen con buenas intenciones. Mi plan es huir hacia la Sierra del Cocuy, lo
más lejos posible, ganar tiempo para poder pensar. Esconderme lejos, digo yo,
donde al menos no lleguen de entrada. Mi lógica es sencilla, ellos atacaran
primero las grandes urbes, como en la Guerra
de los Mundos de H.G Wells. Desde que leí el libro en mi temprana
adolescencia tuve la premonición que esto no era solo una lectura de ficción;
era una premonición, una clara profecía, una narración exacta de algo que
inevitablemente habría de suceder. Por fin llegamos a casa; afortunadamente
vivimos hacia la salida norte de la ciudad; desde aquí será fácil tomar
carretera antes que el caos reine. Subo hasta el apartamento como una
exhalación. Recojo a la abuelita y al llegar con ella de regreso hasta el carro,
Santi se ha evadido (tiene como 8 años) porque quiere ver a Mickey en el cielo
con las estrellas. Muerto de la angustia le digo a mi esposa que vaya saliendo,
que la alcanzo en la Estación de Gasolina a dos cuadras de ahí. Ella arranca
con un estruendo de llantas dejando solo el rastro del aroma a caucho quemado.
No
ha terminado de cruzar en la esquina cuando un estruendo aterrador, como de
rugir de volcán primitivo en erupción llena todos los espacios del mundo. ¡Santi
está solo! A toda carrera devoro los 5 pisos de subida hasta el apartamento y
encuentro a Santiago llorando aterrado, asustado por el bramido previo,
escondido en el closet. No alcanzamos a bajar las escaleras, soy plenamente consciente
que los otros han aterrizado ya. Se escuchan gritos allá abajo; poco a poco
asciende un hedor a cuero quemado que me asusta hasta la irracionalidad. Quiero
gritar del terror, pero Santi se aprieta duro a mi costado y me trae de regreso.
Debo pensar rápido. Subo de nuevo con una idea diferente en mi cerebro.
Huimos
por el techo. Por las tejas podemos llegar hasta el otro lado del conjunto,
donde aún todo se encuentra en silencio. Hay unas escaleras de emergencia,
peligrosas porque quedan expuestas en la pared externa del edificio, pero es mi
única oportunidad. Le digo a mi hijo que se suba a mis espaldas y se aferre lo
más fuerte posible. ¡Que locura! No puedo respirar y mis manos no sienten el
frío hierro al que se adhieren. Descendemos en el extremo opuesto del conjunto.
Todo parece estar tranquilo aquí. Las luces multicolores se ven del otro lado,
humo y rayos amenazadores se adivinan detrás de la silueta de los edificios.
Atravesamos la zona verde protegidos por los árboles y saltamos la cerca trasera.
Afortunadamente esto nos corta más de la mitad del camino hacia la estación de
gasolina. Al salir hacia la autopista vislumbro nuestro carro. Agito los brazos
mientras me dirigo en su dirección. Nos encontramos todos. Logramos escapar. La
salida hacia el norte evidentemente está despejada. Acelero a fondo. Por el
retrovisor se observa la dantesca escena que poco a poco se va alejando. El
mundo está hecho un caos. Humo, explosiones, rayos violetas cubren el cielo. Es
evidente que vienen por nosotros. Nos han tomado por sorpresa.
Mientras
llegamos al Cocuy lo voy planeando todo. El camino ha estado completamente
solo. Me he calmado. He tenido tiempo de planear muchas cosas con cabeza fría. ¿Por
qué en el Cocuy? Es evidente. He estado obsesionado con esta invasión desde mi
infancia. He llevado una vida oculta en la que he investigado, me he preparado,
he tenido tiempo para organizarme. Tenemos un búnker allá en la sierra, con
provisiones para muchos meses. Cada cierto tiempo voy hasta allá, actualizo los
víveres, reviso los equipos. Se esconde bajo un cobertizo anexo a la casa de la
finca de descanso que nos pertenece, rústica, primaria, baja de perfil, que una
pareja de campesinos cuida para mí hace dos décadas. Siempre que vamos, mis
hijos se divierten alimentando a las gallinas, la abuela es feliz con el
paisaje, mi esposa descansa. Solo yo sigo trabajando en mi búnker, aunque mi
esposa se burla ocasionalmente de mí. Hoy cobra valor mi previsión. Ya vamos
llegando, he manejado casi toda la noche, falta poco para amanecer. Me aterra
pensar que pueda mirar hacia atrás y ver que sus naves me han dado alcance.
Sudo frío ante esta posibilidad.
Debo
dejar a mi familia a resguardo. Y debo regresar. Yo sé lo necesario para
tomarlos por sorpresa, así como hicieron esta noche con nosotros y derrotarlos.
Yo conozco su punto débil. Todo está servido para la aventura más épica de mi
vida. Lo he esperado siempre. Entonces despierto. Sonrío. Se que este es uno de
esos sueños que se viven por capítulos. Mañana será otra noche.
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