Era el año de la pandemia. Esta había tomado a todo el mundo por sorpresa; había paralizado y puesto en jaque a la humanidad. Adolfo no se dejaba arredrar por este suceso, que consideraba solamente una vicisitud más, un tropiezo, otra pequeña piedra en el camino. Había seguido trabajando de manera normal, ya que para fortuna suya (o desgracia, nunca se sabe), pertenecía al personal de primera línea. Su gran amigo y colega Omar tenía un caso difícil para ser manejado en Bucaramanga. De manera que fue necesario tramitar los permisos para trasladarse desde Bogotá. Omar era organizado y responsable, no tanto así Adolfo, que gustaba dejar algunos aspectos de la vida al azar. El hecho es que no lo detuvieron en todo el camino, a pesar de que había siete retenes a lo largo de la ruta. Adolfo pensaba que este año bien podía pasar a la historia como aquel en el que no hubo trancones.
La cirugía fue todo un éxito y
tres días después Adolfo planeó su regreso a la capital. Ciertamente llevaba
algunos años operando en equipo con Omar, pero siempre había viajado en avión;
ahora debido a las circunstancias, hubo de hacerlo por tierra, Sin embargo,
Adolfo estaba satisfecho: le gustaba conducir por las carreteras del país y más
en estas circunstancias, casi sin otros carros y ciertamente con muy pocos
camiones. Así que se tomó la partida relajadamente y tras un delicioso y muy
conversado almuerzo, se despidió de Omar a las 3 de la tarde.
Era un día glorioso de
mediados de junio y el cielo se encontraba despejado, mostrando un panorama de
azul intenso atravesado por los rayos brillantísimos de un delirante sol
estival. Adolfo suspiró feliz, encendió su automóvil y salió al ritmo de su
música preferida y con un buen pertrecho de sándwiches, agua, gaseosas y
diversos paquetes de comida chatarra. Solamente había conducido esa carretera
por primera vez tres días atrás, viniendo a cumplir su obligación. Pero se
consideraba a sí mismo un buen conductor y llevaba la aplicación de navegación
encendida en su móvil: - 7 horas 15 minutos
a destino – había dicho. Alcanzaría a llegar a ver a su esposa y a charlar un
poco con sus dos hijos, que lo esperarían despierto, siempre que viajaba lo
hacían; era ya una tradición familiar.
Subió Pescadero con el
automóvil veloz y el ánimo ligero, cantando a voz en cuello las canciones
favoritas de su lista predeterminada. Diez minutos después de dejar atrás la
entrada del Parque Nacional del Chicamocha empezó a llover. El panorama se
oscureció con unos nubarrones grises que no se sabía muy bien de donde habían
salido. Sin embargo, la lluvia estaba solamente allá afuera y el corazón de
Adolfo saltaba alegremente, animado por las melodías que lo llevaban de regreso
a sus años dorados.
Escampó justo antes de que
atardeciera y el sol filtrando sus últimos rayos por entre el resto de los
nubarrones antes de ocultarse bajo las montañas allende el oeste fue para
Adolfo como una epifanía: quería aprovechar el resto de su vida para recorrer este
hermoso país en carretera con su familia. El paisaje cambió rápidamente desde
un degradé de grises al negro más oscuro. Miró el sistema de posicionamiento.
Le restaban tres horas de camino más. La Ruta Nacional 45-A discurría todavía
por Santander, en un altiplano lleno de curvas y picos filudos que se sucedían
uno detrás del otro hasta donde alcanzaba la vista. Adolfo se adormiló un
segundo y despertó justo a tiempo para esquivar una curva cerrada. Sintió el
corazón salírsele del pecho. Continuó manejando sin detenerse. Luego fue presa
de un cansancio supremo. Dolor muscular total. La Ruta seguía describiendo sus meandros
sin cambiar para nada. Solo las luces del auto rompían tímidamente la oscuridad
alucinante.
Media hora después Adolfo
divisó un automóvil salido de la carretera, aparentemente estrellado contra un
árbol. Aun humeaba desde el motor retorcido. Un frío estremecedor sacudió la
espina de Adolfo desde la base hasta la unión con el cerebro. – Pobre hombre –
pensó. Era evidente que el conductor no podía haber sobrevivido al golpe.
Adolfo pudo casi que sentir el impacto físico en su propio cuerpo. No había
nadie aún en el sitio del accidente. Su primera reacción fue llamar a
emergencias. El móvil no daba tono. Quiso verificar en el sistema de
posicionamiento la ubicación para dar aviso más adelante, cuando la señal se
restableciera. El programa no señalaba el punto preciso en el mapa, pero decía misteriosamente
que, tercamente y a pesar de la distancia recorrida, todavía faltaban tres
horas para llegar a casa.
Resopló malgeniado y ajustó un
poco más el pie sobre el acelerador. Curvas y curvas. Oscuridad. Cansancio
progresivo. Los ojos se le cerraban. Picaban. Le ardían e intuía que se estaban
enrojeciendo, resecando, desgastando por el cansancio. Tal vez empezada a
preocuparse. Sorpresivamente divisó a lo lejos otro auto estrellado. – Caramba
que esta Ruta es peligrosa – Se dijo un poco alarmado y decidió pasar de largo.
Tal vez estaba un poco más oscuro.
La Ruta ahora semejaba ahora el
recorrido de un laberinto sin fin y ya no podía distinguir el horizonte; no era
posible para Adolfo adivinar siquiera los picos de las montañas recortándose
contra el azul estrellado, impenetrable a su vista. Solo el sonido del motor
acelerando lo mantenía con los ojos abiertos. La música había cesado sus
melodías algún tiempo atrás, sin que él lo notara. Solo fue consciente de su
ausencia cuando intentó recordar la última canción que había tarareado. No
logró traerla de regreso a su memoria. Miró al frente enfocando al asfalto y
este pareció irse estirando hacia el infinito de manera que el auto parecía más
retroceder que avanzar. Con cierta
inquietud Adolfo bajó el vidrio de su ventana. No había brisa agitando el
ambiente.
Recurrentemente, una nueva curva.
Otro auto estrellado. Seguro este accidente ya había sucedido tiempo antes; ya
había una ambulancia, una patrulla de la policía de carreteras y un par de
curiosos. Se detuvo unos cincuenta metros antes de llegar. – Son demasiados
accidentes ya, veré en qué puedo ayudar – pensó. -Y además necesito estirar las
piernas- se dijo más como justificándose así mismo el no haberse detenido en
los accidentes previos.
Se acercó sigilosamente y un
pánico indescriptible se apoderó de su alma al reconocer el modelo de su auto
en las latas retorcidas, las familiares letras y números de la matrícula
claramente visibles y el cuerpo del conductor, acostado sobre la banca y
cubierto con una sábana empapada en sangre. El brazo sobresaliente con el reloj
puesto fueron delatores.
Adolfo quiso gritar y entonces
comprendió que hacía eones insondables que el aire no llenaba sus pulmones; su
corazón no latía en su pecho y sus ilusiones yacían esparcidas irremediablemente
rotas sobre la Ruta Nacional 45-A.
Que nervios Adolfo!!
ResponderEliminarQue peligrosa ruta. Excelente relato Gustavo. Abrazos
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