lunes, 12 de abril de 2021

Ruta Nacional 45-A

Era el año de la pandemia. Esta había tomado a todo el mundo por sorpresa;  había paralizado y puesto en jaque a la humanidad. Adolfo no se dejaba arredrar por este suceso, que consideraba solamente una vicisitud más, un tropiezo, otra pequeña piedra en el camino. Había seguido trabajando de manera normal, ya que para fortuna suya (o desgracia, nunca se sabe), pertenecía al personal de primera línea. Su gran amigo y colega Omar tenía un caso difícil para ser manejado en Bucaramanga. De manera que fue necesario tramitar los permisos para trasladarse desde Bogotá. Omar era organizado y responsable, no tanto así Adolfo, que gustaba dejar algunos aspectos de la vida al azar. El hecho es que no lo detuvieron en todo el camino, a pesar de que había siete retenes a lo largo de la ruta. Adolfo pensaba que este año bien podía pasar a la historia como aquel en el que no hubo trancones.

La cirugía fue todo un éxito y tres días después Adolfo planeó su regreso a la capital. Ciertamente llevaba algunos años operando en equipo con Omar, pero siempre había viajado en avión; ahora debido a las circunstancias, hubo de hacerlo por tierra, Sin embargo, Adolfo estaba satisfecho: le gustaba conducir por las carreteras del país y más en estas circunstancias, casi sin otros carros y ciertamente con muy pocos camiones. Así que se tomó la partida relajadamente y tras un delicioso y muy conversado almuerzo, se despidió de Omar a las 3 de la tarde.

Era un día glorioso de mediados de junio y el cielo se encontraba despejado, mostrando un panorama de azul intenso atravesado por los rayos brillantísimos de un delirante sol estival. Adolfo suspiró feliz, encendió su automóvil y salió al ritmo de su música preferida y con un buen pertrecho de sándwiches, agua, gaseosas y diversos paquetes de comida chatarra. Solamente había conducido esa carretera por primera vez tres días atrás, viniendo a cumplir su obligación. Pero se consideraba a sí mismo un buen conductor y llevaba la aplicación de navegación encendida en su móvil:  - 7 horas 15 minutos a destino – había dicho. Alcanzaría a llegar a ver a su esposa y a charlar un poco con sus dos hijos, que lo esperarían despierto, siempre que viajaba lo hacían; era ya una tradición familiar.

Subió Pescadero con el automóvil veloz y el ánimo ligero, cantando a voz en cuello las canciones favoritas de su lista predeterminada. Diez minutos después de dejar atrás la entrada del Parque Nacional del Chicamocha empezó a llover. El panorama se oscureció con unos nubarrones grises que no se sabía muy bien de donde habían salido. Sin embargo, la lluvia estaba solamente allá afuera y el corazón de Adolfo saltaba alegremente, animado por las melodías que lo llevaban de regreso a sus años dorados.

Escampó justo antes de que atardeciera y el sol filtrando sus últimos rayos por entre el resto de los nubarrones antes de ocultarse bajo las montañas allende el oeste fue para Adolfo como una epifanía: quería aprovechar el resto de su vida para recorrer este hermoso país en carretera con su familia. El paisaje cambió rápidamente desde un degradé de grises al negro más oscuro. Miró el sistema de posicionamiento. Le restaban tres horas de camino más. La Ruta Nacional 45-A discurría todavía por Santander, en un altiplano lleno de curvas y picos filudos que se sucedían uno detrás del otro hasta donde alcanzaba la vista. Adolfo se adormiló un segundo y despertó justo a tiempo para esquivar una curva cerrada. Sintió el corazón salírsele del pecho. Continuó manejando sin detenerse. Luego fue presa de un cansancio supremo. Dolor muscular total. La Ruta seguía describiendo sus meandros sin cambiar para nada. Solo las luces del auto rompían tímidamente la oscuridad alucinante.

Media hora después Adolfo divisó un automóvil salido de la carretera, aparentemente estrellado contra un árbol. Aun humeaba desde el motor retorcido. Un frío estremecedor sacudió la espina de Adolfo desde la base hasta la unión con el cerebro. – Pobre hombre – pensó. Era evidente que el conductor no podía haber sobrevivido al golpe. Adolfo pudo casi que sentir el impacto físico en su propio cuerpo. No había nadie aún en el sitio del accidente. Su primera reacción fue llamar a emergencias. El móvil no daba tono. Quiso verificar en el sistema de posicionamiento la ubicación para dar aviso más adelante, cuando la señal se restableciera. El programa no señalaba el punto preciso en el mapa, pero decía misteriosamente que, tercamente y a pesar de la distancia recorrida, todavía faltaban tres horas para llegar a casa.

Resopló malgeniado y ajustó un poco más el pie sobre el acelerador. Curvas y curvas. Oscuridad. Cansancio progresivo. Los ojos se le cerraban. Picaban. Le ardían e intuía que se estaban enrojeciendo, resecando, desgastando por el cansancio. Tal vez empezada a preocuparse. Sorpresivamente divisó a lo lejos otro auto estrellado. – Caramba que esta Ruta es peligrosa – Se dijo un poco alarmado y decidió pasar de largo. Tal vez estaba un poco más oscuro.

La Ruta ahora semejaba ahora el recorrido de un laberinto sin fin y ya no podía distinguir el horizonte; no era posible para Adolfo adivinar siquiera los picos de las montañas recortándose contra el azul estrellado, impenetrable a su vista. Solo el sonido del motor acelerando lo mantenía con los ojos abiertos. La música había cesado sus melodías algún tiempo atrás, sin que él lo notara. Solo fue consciente de su ausencia cuando intentó recordar la última canción que había tarareado. No logró traerla de regreso a su memoria. Miró al frente enfocando al asfalto y este pareció irse estirando hacia el infinito de manera que el auto parecía más retroceder que avanzar.  Con cierta inquietud Adolfo bajó el vidrio de su ventana. No había brisa agitando el ambiente.

Recurrentemente, una nueva curva. Otro auto estrellado. Seguro este accidente ya había sucedido tiempo antes; ya había una ambulancia, una patrulla de la policía de carreteras y un par de curiosos. Se detuvo unos cincuenta metros antes de llegar. – Son demasiados accidentes ya, veré en qué puedo ayudar – pensó. -Y además necesito estirar las piernas- se dijo más como justificándose así mismo el no haberse detenido en los accidentes previos.

Se acercó sigilosamente y un pánico indescriptible se apoderó de su alma al reconocer el modelo de su auto en las latas retorcidas, las familiares letras y números de la matrícula claramente visibles y el cuerpo del conductor, acostado sobre la banca y cubierto con una sábana empapada en sangre. El brazo sobresaliente con el reloj puesto fueron delatores.

Adolfo quiso gritar y entonces comprendió que hacía eones insondables que el aire no llenaba sus pulmones; su corazón no latía en su pecho y sus ilusiones yacían esparcidas irremediablemente rotas sobre la Ruta Nacional 45-A.

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