lunes, 12 de junio de 2023

Reflexiones de un soldado al borde la batalla.

 El día había sido sucio, gris, lleno de humo y hollín. Desde antes del amanecer se había iniciado el ataque. Las fuerzas enemigas se encontraban a unos 4,5 km de distancia en el límite de la falda de las lomas que nosotros custodiábamos y un bosque plano que se extendía por más de 15 km a lo largo de la otra orilla del río Bauches, hasta antes de su desembocadura. Éramos un regimiento de soldados jóvenes, de origen campesino en su mayoría. Yo provenía de una pequeña localidad con el intraducible nombre de Kolpokonjo. Mis mejores amigos estaban allí conmigo. Nos habíamos enlistado un año y medio atrás y era nuestra primera participación seria en la Gran Guerra. Nosotros nos habíamos situado desde tres semanas antes cerca a la cima de la loma conocida como KG876, no más que un punto de relieve en una amplia zona del mapa. Pero era un sitio estratégico, pues nos permitía controlar el valle a nuestros pies, desde el sur, a unos 8 km, donde el río describía una curva viniendo desde el oriente y se dirigía al norte, bordeando el ya mencionado bosque que nos separaba de nuestra frontera oriental con la provincia de Mrszlana, hasta el final del mismo, al norte, donde el Bauches confluía con el Phrod. Siendo el Phrod nuestra principal vía de comunicación fluvial hacia el mar, a unos 140 km más al norte, era vital mantener el control del Bauches, navegable y proveniente del territorio de nuestros actuales contendientes. El valle entre nuestro punto estratégico y el río había sido plagado de trincheras y lo habíamos sembrado de minas y trampas de diversa índole a lo largo de las últimas tres semanas, con el fin de cortar el avance de la tropa enemiga por el oriente. Solo les quedaba el norte, hacia la confluencia y el sur, que estaba defendido por tres destacamentos más de los nuestros. Así que estábamos relativamente seguros que no nos atacarían por ese flanco.

Pero lo hicieron.

Una hora antes del amanecer sentimos los primeros silbidos. Los proyectiles enemigos no llegaban hasta nuestra posición, pero crearon una distracción eficaz. Mientras disparábamos hacia el bosque, hacia la neblina incierta en la lejanía, aun en medio de la oscuridad, solamente guiados por el sonido proveniente de sus disparos, conscientes que nuestros propios proyectiles no iban a alcanzarlos, ellos montaron unos puentes portátiles un par de kilómetros más al norte de nuestra posición y fueron avanzando lentamente, cubriendo el enmarañado de trincheras y detonando con anticipación las minas. Fue un ataque desesperado, pero a la vez audaz. Tal vez sabían que, a nuestras espaldas, los refuerzos tardarían al menos dos horas en llegar y especularon con tomar nuestra posición y hacer de KG876 su ventaja.

Nosotros logramos reponernos a la sorpresa inicial. Aun sin haber sufrido bajas nos reagrupamos y nos apertrechamos en la esquina nororiental de KG876. No éramos más de 130 hombres y la munición era limitada. Tras el despilfarro inicial absurdo de nuestra munición de mediano alcance, empezamos a medir cada disparo. La altura nos daba ventaja y aunque las primeras luces del sol podían dar contra nuestra vista, el cielo nublado impidió que nos cegaran los oblicuos rayos. Los morteros alcanzaban ya hasta el valle, pero eran relativamente imprecisos. Las ametralladoras se habían concebido unas décadas antes, principalmente como arma de defensa, pero debíamos administrar la munición para que nos durase unas tres horas. Decidimos distribuirnos en pelotones de alrededor de 13 hombres y cada uno se concentró en un área específica de terreno, no en atacantes individuales.  Sin embargo, después de la primera hora de fuego cruzado, ellos lograron avanzar sus armas y los disparos de obús se acercaron peligrosamente a nuestra posición.  Decidimos entonces enfocar nuestros morteros algo más cerca, con la esperanza de derribar las trincheras y hacer su paso mas difícil. La siguiente hora se empleó en un fuego cruzado, medido, tendiente a desgastar al oponente, pero de alguna manera ineficaz.

 

Ya casi podíamos sentir a los refuerzos empezando a escalar KG876 desde el occidente, cuando el primer impacto desbarató al tercer pelotón, cerca al extremo norte de nuestra posición. Un disparo de mortero dio en el blanco y los primeros 10 hombres de nuestro lado fallecieron al instante. Los otros tres quedaron malheridos. De los pelotones aledaños 10 personas se dedicaron a recoger y socorrer a los heridos. Por suerte, nuestros disparos defensivos lograron inutilizar el cañón con el que nos habían acertado. Se hundió en medio de una nube rojiza de tierra y fuego apenas logramos alcanzarlo. El ruido continuo de las armas impedía escuchar nuestros propios gritos, mucho menos podíamos discernir si habíamos herido o matado algunos de nuestros enemigos, ni podíamos calcular cuantos eran. Nuestra posición en teoría era solo de defensa y no se habían programado vuelos de reconocimiento por parte de nuestra Fuerza Aérea. Los biplanos estaban destinados al frente sur, a más de 600 km de distancia.

Con toda esa especulación encima, mal podíamos calcular como continuar midiendo nuestra munición, o en donde enfocar nuestra defensa. Nos reunimos los comandantes de los 5 pelotones nororientales y centrales y estábamos discutiendo la mejor estrategia posible, cuando de la nada un rugido atronador nos dejó cegados. Recuerdo haber más que escuchado, sentido una onda física que me levantó del piso y me envió varios metros de distancia hacia el occidente. Veía una nube marrón alrededor de mis ojos. No me sentía capaz de escuchar nada. Unos momentos después un fuerte pito de frecuencia alta inundó mis oídos en un crescendo descomunal. No podía levantarme, no podía moverme. Sé que podía respirar, únicamente el aire entrando en mi cuerpo me indicaba que aun estaba vivo. No sentía ningún dolor, no sabía dónde estaba mi cuerpo.

De pronto empecé a sentir una pulsación, primero leve, luego más fuerte, cada vez más y más presente, en mi pierna derecha. No podía sentir adecuadamente el pie. Entonces empezó a doler. El dolor subió rápidamente a través de mi rodilla y de mi muslo derecho, la pulsación se acompañaba de picos cada vez más agudos de dolor. Creí perder el conocimiento. Pienso que estaba gritando, pero no podía oír mi propia voz.  De alguna manera pude percibir que alguien me agarraba de las axilas, mientras alguien más introducía lo que me parecieron unos palos, por debajo de mis caderas. Después de eso, solo oscuridad. Y el omnipresente pito cubriéndolo todo con su rojo manto de ondas inaguantables.

Desperté, no supe si solo unos minutos, o tal vez, muchas horas después. El sol ya estaba a nuestras espaldas, descendiendo hacia nuestro territorio. Las explosiones habían cesado. Todo estaba cubierto por una densa capa de hollín, mezclada con el marrón polvo de la tierra levantada desde las entrañas de KG876 por los incontables impactos que sufrimos en los últimos 15 minutos del asedio. Intenté levantarme. EL dolor de mi cuerpo era universal. La cabeza retumbaba, mi rostro me ardía. Entiendo que podía ver, pero aun escuchaba de fondo el pitido, más suave, pero continuo, perenne, presente, inmutable. Respirar me quemaba la vía aérea. El tórax me indicaba que debía tener un par de costillas rotas. Pero mi pierna derecha, ¡Oh! Nunca en mi vida había sentido esa cantidad de dolor. Intuí, aun antes de palpar, un torniquete improvisado alrededor de mi muslo y de alguna manera supe que había perdido un trozo significativo de mi extremidad inferior. Empecé por primera vez en mi vida a vislumbrar el abismo de horror que se iba a extender ante mí.

Entonces un oficial de rango superior se me acercó. Su cara sucia, pero orgullosa, quería transmitir alguna suerte de mensaje de confianza, de victoria. Me hablaba rápida y contundentemente. Sin embargo, yo solo podía escuchar el pito, continuo, constante, ocupando todo mi cráneo, ineludible, inexplicable, sofocante, aplastante, ruin y desesperante.

Entendí que de la manera más improbable habíamos logrado sostener la posición de KG876 para nuestro control. Medianamente logré incorporarme. El espectáculo que se desplegó ante mis ojos es, a este punto de mi vida, tanto tiempo después de los hechos, insostenible, imposible de describir. Todo el sector nororiental, la posición de nuestros 5 pelotones, había desaparecido. Un gran agujero dejaba ver parte del valle, donde unas horas antes había habido una aparentemente sólida montaña. Pude ver muchos detritos rojizos e informes desperdigados por el resto de la explanada. Solo un tiempo después pude entender que en realidad no eran detritos de la montaña; se trataba de los restos de la mayoría de mis compañeros y camaradas. De 130 soldados que defendíamos la posición, solo 50 sobrevivimos y de esos, la mitad murió después. Los que quedamos, todos lisiados de por vida. Eso solo lo pude saber un par de semanas más tarde.  Los refuerzos lograron coronar la cumbre de KG876 desde el occidente justo cuando estaban a punto de masacrarnos a los pocos sobrevivientes. El humo jugó a nuestro favor y ellos no vieron como los nuestros se distribuyeron hábilmente, contraatacaron y los hicieron retroceder hasta el sitio donde se había perdido la punta del cerro. Posteriormente los lograron rodear y de nuevo desde la posición más alta y privilegiada, acabaron con todo el contingente en una lucha que se prolongó por 5 horas adicionales. Así que yo había permanecido inconsciente algo así como 6 horas. Intenté hablar, pero mis ojos se llenaron de lágrimas al descubrir un trozo, como podría alguna vez olvidarlo, la cabeza, el brazo derecho y medio torso únicamente, de Milan, uno de mis compañeros y quizá mejor amigo en esta horrible desventura. Estaba a escasos 5 metros de donde yo yacía. Su mirada, abierta, fija en el infinito, enmarcada en una cara de sorpresa genuina. Perdió la vida en la misma explosión que acaso pudo acabar con la mía.

No podía entender, no podía aceptar, por qué razón yo seguía respirando, mientras me daba cuenta que todo mi grupo, mis amigos, algunos de ellos aldeanos conocidos míos desde la infancia, vecinos, hijos de los buenos amigos de mis padres, ya no estaban; habían desaparecido en un instante. Y todo por cuenta de un conflicto que, ya sentados a analizar, ninguno de nosotros comprendía. ¡Es por la Gloria, por la Patria! Nos habían dicho. Qué vacías me parecían ahora esas arengas, esas proclamas que nos llamaban a defender lo más sagrado. Pero para mí, lo más sagrado ya simplemente no estaba, no existía más: todos mis conocidos habían muerto.

¿Y a cuento de qué, por todos los Cielos, se había iniciado esta Gran Guerra? Nosotros en Kolpokonjo, nuestra aldea natal como ya expliqué, habíamos sido felices por generaciones enteras, cultivando la tierra, labrando el campo, criando vacas y cabras, reproduciéndonos con primas lejanas. Nada teníamos que ver con intereses económicos o transnacionales, ni con el riesgo comunista, ni con el riesgo capitalista, ni con el Imperio Austro-Húngaro. Mi tatarabuelo tal vez se había involucrado en sus años mozos en alguna escaramuza intrascendete contra los Otomanos, pero hasta ahí.

Entonces me quedé mirando los cambiantes tonos del atardecer, desde el azul transparente y fresco muy por arriba por el polvo y el humo de la batalla, hasta el glorioso naranja brillante del sol rozando el horizonte. En ese preciso instante sentí como si el Universo, la vida o algún tipo de deidad cínica quisiera restregarme en el rostro toda esa belleza, como queriendo darme a entender que el dolor, la tristeza y la depresión que estaban empezando a invadir mi alma y que me acompañarían por el resto de mis días no tenían, de hecho, el más mínimo valor.

Y allí terminó todo. Tras una larga convalecencia me dieron una silla de ruedas primitiva, me condecoraron como héroe de guerra junto con otros 25. Los otros 24 compañeros, malheridos, fueron falleciendo en el transcurso de los días y semanas posteriores al ataque. Me asignaron una pensión modesta, que eventualmente hace 5 años inexplicablemente dejé de recibir. Regresé a Kolpokonjo sin una pierna, sin el sentido del oído, pero con un pitido persistente dentro de mi cabeza, que aun hoy en día me acompaña. Regresé inepto para cultivar la tierra, labrar el campo, criar vacas y cabras y ni hablar de reproducirme con alguna prima lejana. Mis padres murieron en la pobreza, tuve que ceder mi parcela, ya que no tengo hermanos y dedicarme a malvivir de la caridad de los pocos que quedan en este pueblo.

Ahora veo que se están preparando para una nueva guerra. Ojalá no llegue hasta nuestro territorio. O que llegue y me propicie un rápido descanso. No creo que pase nada. Nuestro pueblo es eslavo, pero casi todos los que quedamos somos judíos. No pienso que se metan con nosotros, que nada tenemos que ver con la economía transnacional, con la amenaza del comunismo ni la del capitalismo. Solo espero descansar de este horrible pitido, que no me deja dormir, que me enloquece y que me hace olvidar que alguna vez el mundo fue hermoso.  

FIN

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