Aunque era una tarde soleada,
lo primero que tendría que haber descrito es el profundo frío que me calaba
hasta los huesos. ¿Era realmente frío, o era esa sensación desagradable que se
siente cuando una no está del todo a gusto y piensa que cualquier cosa mala le
puede pasar? En fin, era una sensación que iniciaba en la nuca, más
precisamente en la base de la espina dorsal y que como si de pequeños cristales
se tratase, iba bajando por la nuca, punzándome por la espalda y me recorría
mis delgados brazos y mis bonitas piernas, vestidas con una faldita de algodón
cubierta por estampados de corazoncitos rosados que me encantaba, porque era
fresca y me permitía correr y saltar libremente cuando nos íbamos a jugar con
mi hermana mayor y mi primito, al que quería como un hermano, ya que éramos
prácticamente de la misma edad.
Ese domingo había sido
especialmente luminoso. Mi madre había levantado a mis hermanas cuando ya el
desayuno estaba listo, y yo la imaginaba como siempre, mimándome y abrazándome,
ya que soy la menor de la familia. Mi padre, siempre tímido y distante,
queriendo parecer autoritario, me acariciaría el cabello y me daría una pequeña
palmada en el cachete izquierdo, redondo y adornado en toda la mitad por un
gracioso y pequeño huequito que se acentuaba cuando sonreía en cuanto me viese.
Era una mañana perfecta, excepto tal vez, porque mi hermana la mayor (¡Oh!, era
mucho mayor que yo, me llevaba como 8 años y ya le estaban creciendo dos
protuberancias en el pecho) que era burlona y a veces incluso cruel conmigo, b
derramó parte de lai leche en mi asiento, cuando yo todavía me sentía aun tibia
tras salir de la cama. Mi otra hermanita, que era tres años mayor que yo, respondió
inmediatamente y le derramó a su vez el café sobre el regazo. A punto estaba de
iniciarse la pelea, pero un solo grito de mi madre y una mirada con el ceño
fruncido por encima de la prensa dominical por parte de mi padre, hicieron que todas
inclinásemos la cabeza y se terminara el desayuno sin chistar.
Mi hermano mayor, el
primogénito, se levantó en ese momento. Ya tenía edad para salir de fiesta los
sábados, aunque no hacía mucho había estrenado ese derecho. Me imagino que mi
padre aun no estaba acostumbrado a ver a su hijo crecer, ir de farra y mucho
menos imaginárselo tomándose unos tragos, porque justamente eso era lo que él
había hecho la noche anterior. Siempre locuaz y dicharachero, esta vez se
limitó a saludar con un breve beso en la frente a mi madre mientras le decía
-Bendición, amá- y se sentaba presuroso en su puesto, dirigiendo una
fugaz mirada a mi padre. Este, sin levantar la vista del periódico se limitó a
decir -Los quiero a todos listos para la misa de 10 de la mañana y hoy
almorzamos donde Mi Mamá- Lo dijo así, con ambas EMES en mayúscula, como para
recalcarnos que era alguna fecha familiar especial. Me pareció tal vez notar
que sus ojos estaban húmedos, pero no reparé en ese detalle.
Mi casa era una casa enorme,
amplia, con dos patios abiertos al cielo y a los elementos, uno grande que era
donde mi hermanita y yo pasábamos todas las tardes jugando y otro atrás, cerca
de la cocina y el comedor, donde había incluso un pequeño corral lleno de
gallinas. El sol entraba por esos dos enormes patios e iluminaba la casa
abundantemente, de modo que nunca hacía demasiado frío. Un contraste completo
con la casa de mi abuela paterna.
La abuela vivía a unas cuatro
calles de distancia de nosotros, de manera que con alguna frecuencia pasábamos
por allá. Recuerdo que hacía poco menos de un año mi hermano mayor había tenido
alguna dificultad en el colegio; posiblemente había perdido una materia o tal
vez dos. Mi padre enfurecido se había quitado el cinturón para darle una
lección y mi hermano salió huyendo como una gacela y corrió y corrió. No se
detuvo hasta que estuvo a buen refugio protegido por la sombra de la abuela.
Pero estábamos hablando era de la casa. A pesar de quedar en el mismo barrio y
de tener un estilo muy parecido, mientras la nuestra era amplia, iluminada y
soleada, la de la abuela era alta pero estrecha, adusta, lúgubre y básicamente
fría. No sé si eso se debía a que la entrada consistía en un zaguán muy alto,
estrecho y oscuro, lo que de entrada daba la sensación de lobreguez a la casa,
o el miedo intrínseco que yo sentía cada que entraba en ella. Era un miedo que
tal vez me lo provocaba un viento que entraba zumbando por el mencionado
zaguán, cada que se abría la puerta. O el retrato ese de la Tía Enriqueta.
Porque por lo demás la casa
tenía a su vez no dos, sino tres patios abiertos, tal vez no tan amplios como
los de nuestra casa, pero en todo caso tres, por los que también entraba la
luz. Pero al lado de la casa había un edificio alto y posiblemente por eso la
luz no entraba de lleno en las tardes y eso contribuía a la sensación general
de frío (y miedo) que me provocaba ese lugar. Solo la calidez de mi abuela,
siempre sonriente y llena de amor para con todos sus nietos y la alegría de ver
a mi primito, me animaban a ir a ese lugar. Si por mi propia cuenta fuese la
decisión, ¡jamás iría por allá! Pero yo no era nada más que la menor de todos.
Si hablaba, me mandaban callar rápidamente y mis opiniones ni siquiera eran
escuchadas, mucho menos tenidas en cuenta. ¡Solo iba siempre porque me hacía
mucha ilusión jugar con mi primito!
En todo caso, estuvimos todos
listos un poco antes de las diez; la iglesia quedaba justo en el camino hacia
la casa de la abuela. Seguramente me habría quitado la piyama sucia de leche,
me habría bañado, arreglado y puesto mi vestido con la faldita de corazones. Iría
de la mano de mi hermanita y probablemente no le puse mucha atención al
recorrido hasta la iglesia. El padre era un señor muy mayor, creo que era amigo
de la familia desde que él era joven. Alguna vez alguien había dicho que había
sido seminarista junto con el hermano de mi fallecido abuelo, pero yo no
entiendo muy bien que querían decir con eso. Lo cierto es que el Padre hablaba
muy despacio y como entre los dientes y yo sentía que me iba a dormir. Me puse
a mirar hacia un par de bancas adelante y a la izquierda de nosotros. Había un
niño más pequeño que yo, que no hacía más que mirarme. Me entretuve sacándole
la lengua. Cada que el niñito ese me miraba de nuevo, le volvía a sacar la
lengua. En un momento en que nadie me miraba, con los dos dedos de la mano
izquierda me halé hacia abajo los párpados inferiores, mientras que con la mano
derecha me estiré la nariz hacia arriba. Torcí los ojos y le hice una mueca
horrible. El niño empezó a chillar y el Padre le tuvo que pedir a la mamá que
lo sacara de la iglesia mientras yo, muy desentendida del tema, miraba
candorosamente hacia el frente. Aun escuché cuando, justo en la puerta de la
iglesia, la mamá le zampó un par de nalgadas mientras le decía - ¡Cuidado y
chillas más, porque ahí sí te doy de verdad! – Esa frase, según me enteré
después de la misa, hizo las delicias de mi hermana la mayor, pues más adelante
al salir de la iglesia, le dio un pellizco disimulado en el brazo a mi
hermanita y cuando iba a llorar, se la repitió con una salvaje sonrisa en su
rostro. Mi padre y mi madre ni siquiera se dieron por enterados.
Finalmente llegamos a la casa
de la abuela. No sabía muy bien qué tipo de fecha especial se celebraba, pero
eso no me importaba mucho. Como dije, lo primero que tendría que haber descrito
es el profundo frío que me calaba hasta los huesos. Entré corriendo directo a
la sala, esperando encontrar a mi primito, pero no estaba por ningún lado.
Pregunté por el él, pero los grandes se estaban saludando todos y había mucha
algarabía y creo que nadie me escuchó. Algo triste me dirigí a la sala y me
senté en un rincón alejado. La sala era la primera habitación a la derecha del
zaguán, tras entrar a la casa. Era una estancia de paredes altas y techo
lejano. Mi tía se había comprado un aparato de televisión, que presidía todo el
recinto, por así decirlo. Era un mueble de madera amplio, con varios adornos de
cristal y carpeticas de lana tejidas a mano encima. Estaba apagado, solo lo
encendían en las noches para ver el noticiero y la telenovela.
Aparte del televisor, la sala
era un recinto que me causaba temor. En una de las paredes había un gran cuadro
de un Sagrado Corazón de Jesús, pintado a estilo muy naturalista y detallado;
el Cristo miraba al frente con un rostro más dulce que severo y una límpida
mirada de unos ojos verde penetrantes, por lo cual varias de mis tías lo apodaban
El Zarco de Galilea. Aunque el cuadro era benévolo en sí mismo, su
tamaño me asustaba; era demasiado grande, era monumental. Pero lo que
menos me gustaba de esa sala eran los siguientes dos objetos: por un lado, en
la pared adyacente al mencionado Cristo, sobre uno de los asientos grandes,
mullidos y forrados de cuero del juego de la sala de mi abuela, donde mi
primito se dormía a veces en las tardes mientras veía libros con dibujos de animales
y dinosaurios, estaba el retrato de la Tía Enriqueta. Era otro gran cuadro (o no sé si era una
foto) de fondo oscuro, resaltando la figura de la señora, que, en una pose
adusta, con las manos recogidas frente al regazo, pero los hombros elevados y
la frente erguida, miraba de frente a las personas de la sala de una manera autoritaria.
Había escuchado a mi padre contar que la Tía Enriqueta era una altiva dama del
siglo XIX; Era hermana de la madre de mi fallecido abuelo paterno. Y yo había escuchado
que la dichosa señora no había visto con buenos ojos el matrimonio de mi abuelo
con mi abuela. Y la causa de todo esto no era más que el color de la piel de mi
abuela; aunque provenía de una de las familias tradicionales de la ciudad, mi
abuela era de un tono trigueño oscuro, el cual yo exhibo feliz como herencia en
mi propia piel. Yo jamás habría podido entender porque el simple tono de piel
de mi abuela habría causado que la tal Tía Enriqueta le llevara ojeriza. En mi
familia somos una gran cantidad de primos y los hay de todos los colores y variedades.
Desde los rubios y ojiclaros hijos de una de mis tías mayores, hasta los
oscuritos hijos del hermano de mi padre que tuvo más de 10 crías. Y todos nos
la llevamos super bien entre nosotros, como si fuéramos de una sola camada. Y
fijándome bien, la dichosa Tía Enriqueta no es que se vea tan europea; en el
retrato de la sala ella vestía un traje tradicional criollo a la usanza del
siglo pasado, con un ancho pollerón relleno seguramente con unas pesadas enaguas
en capas, una blusa de mangas largas abotonada hasta el cuello con unos
sencillos ribetes de adorno en las angostas solapas. Unos aretes que sí develaban
la altivez de la señora, grandes y seguramente excesivos para la época, con
perlas en los extremos. Y una larga cabellera lacia, canosa ya, tejida en dos
trenzas que caían por delante de su pecho, que le darían hoy día más el aspecto
de una mujer del campo o de descendencia aborigen del sur del país, que de
alguien de alcurnia. Me quedé mirando el retrato y le hice la misma mueca que
le había lanzado al chico de la iglesia. Ella se me quedó mirando de frente sin
parpadear. Y a medida que yo caminaba alrededor de la sala, pareciera que su
mirada me seguía y no se fijaba en nadie más que mí.
El otro objeto que me
disgustaba de esa sala era la repisa. En la pared adyacente al aparato de
televisión había una ancha cómoda de madera, seguramente heredada de alguno de
esos antepasados, quizá hubiera pertenecido a la misma Enriqueta de marras, nunca
lo supe. Era un pesado armatoste de madera muy gruesa, con adornos de estilo
isabelino en las esquinas, que se prolongaban luego de manera sinuosa hacia las
patas delanteras del mueble. Este no era muy alto, a mi edad mi cabeza ya
pasaba por encima del mismo, pero sí muy robusto, como si lo hubieran hecho de
madera a partir de una secoya o de un roble prehistórico. Me gustaba mucho escuchar
esa palabra, prehistórico, que sonaba interesante y erudita, aunque no entiendo
muy bien a qué se refiería exactamente mi primito cuando la usaba.
Pues bien, la repisa tenía dos
puertas que se cerraban en la mitad y que estaban selladas con un candado de
aspecto antiguo. Desconozco por completo el contenido de esta; pero sobre ella,
había de nuevo múltiples carpeticas de lana tejidas a mano; según mi padre,
tejidas por la tía Amelita. Y sobre cada carpeta, un retrato. Los retratos
estaban primorosamente enmarcados en finos marcos de plata algunos, dorados
otros. Cada retrato mostraba a un integrante fallecido de la familia, desde el
abuelo. Se trataba de fotografías, la gran mayoría en blanco y negro, artísticamente
tomadas. Lo que me inquietaba no era la presencia de tantos familiares allí
reunidos, todos ausentes ya, sino tal vez el triste tono de la mirada que se
podía entrever en todos ellos y que hacía de ese un denominador común. Una
colección de gente con mirada triste. Algunos enfocaban su mirada al infinito
vacío, pero de vez en cuando parecía que me miraban a mí, que me alzaban una
ceja con disimulo, que me señalaban con los ojos la salida de la sala.
Por supuesto no era la primera
vez que yo iba a la casa de mi abuela, les mencioné que me encantaba ir allá
para poder jugar con mi primito. Pero era la primera vez que me quedaba tanto
tiempo en la sala y me fijaba en todas las cosas, especialmente en todos esos
retratos, ya que mi primito no estaba y nadie me tomaba en consideración ni me
quería explicar qué era lo que pasaba y por qué razón él no había venido aún a
jugar conmigo.
Anunciaron que se había
servido el almuerzo. Todos se levantaron de la sala y se dirigieron hacia la
parte de atrás de la casa. Yo me rezagué sin que nadie se diera cuenta. La
verdad era que sentía como cuando un par de ojos están clavados a la espalda de
una. Un frío absurdo me empezó a subir desde los pies; era como si unos dedos
muy largos y pálidos, o como si unas patas de araña fueran reptando por mis
lindas piernas, en busca de mi abdomen. Entonces escuché un ruido proveniente
de la sala, pero yo estaba segura de que ya todos habían salido de allí. El
corazón me dio un vuelco dentro del pecho, pero a pesar de todo, me dirigí de
regreso a la sala. El retrato de mi abuelo se había caído de su sitio. Nunca lo
conocí, porque él falleció unos años antes de que yo naciera; mi hermano mayor
sí lo conoció y me contaba que era un señor serio, pero que cuando los
abrazaba, se notaba que los quería, a todos sus nietos. Me quedé mirando el
retrato del abuelo. Sus ojos respiraban tristeza y cuando se fijó en los míos,
podría haber jurado que una lágrima se escapaba rozando por sus mejillas. Regresé
el marco a su sitio y un retrato me llamó la atención; pero no me pude fijar en
ese momento, porque de nuevo tuve esa sensación de una mirada clavada en mi
espalda. Lentamente, llena de pánico, me fui dando la vuelta, pero no vi nada. De
hecho, sí vi algo, o, mejor dicho, la ausencia de algo.
El marco del retrato de la Tía
Enriqueta estaba vacío.
Salí corriendo despavorida
gritando y llamando a mi mamá. Como era de esperarse, nadie me escuchó. Todos
estaban reunidos en el comedor. Había una gran cantidad de familiares reunidos
allí. La abuela estaba en la mitad de todos y lloraba. Los tíos y mi padre la
querían consolar. Yo era tan pequeña y no me podía acercar a consentir a mi
viejita. Y en eso pasó mi primito a mi lado. Iba llorando con el corazón roto y mi tía
trataba de reconfortarlo. Alguien tocó mi hombro. Me di la vuelta conteniendo la respiración.
Una figura alta y sombría me miraba fijamente. Sus ojos amarillos no expresaban
ninguna emoción. La dama dirigió su mirada hacia mi abuela y alargándome su mano,
me dijo: - Lástima; tienes su mismo tono de piel. –
Sin mediar palabra tomó de mi
mano y me llevó de nuevo a la sala. Yo quería quedarme con todos mis familiares,
pero la Tía Enriqueta, con una sonrisa inquietante y una boca llena de dientes
que me parecían tal vez, muy afilados, insistió en llevarme de regreso y con mucho
cuidado y delicadeza, aunque indudablemente con algo de satisfacción, pensaría
yo, me señaló uno de los retratos sobre la repisa. Un fuerte dolor sacudió mis
entrañas, seguido posteriormente de la más absoluta y negra oscuridad que alguien
haya conocido.
Desde ese día, cada que llega del colegio, mi primito entra
a la sala y se fija en aquel retrato en la repisa, con su precioso marco
dorado, llorando sin poderse contener, desde el cual yo lo veo sin poderle
hablar, pero con mis ojos llenos de insondable nostalgia y mis manos apoyadas
en mi faldita de corazones.