domingo, 13 de octubre de 2024

ESTE MIEDO QUE LLEVO TAN ADENTRO

Abrí los ojos de repente. Mi respiración salía entrecortada, tanto, que no pude ocultar un creciente sollozo incontrolable. Creo tener alrededor de 8 años. Seguro eran más de seis, porque ya nos habíamos mudado desde la casa vieja, pero aún no tenía nueve, pues no había hecho mi primera comunión; quedemos entonces en ocho, sí, no en siete, seguro eran ocho.

Era un niño tímido que me refugiaba en la lectura y en la fantasía. La casa, esa inmensa casa de 30 metros de largo por 10 de ancho, compuesta por tres patios consecutivos, un interminable corredor cubierto de baldosas dispuestas como un tablero de ajedrez,  con 8 habitaciones, aun no lograba despertarme confianza.

Recuerdo que tenía un baño dividido entre el servicio de inododro, propiamente dicho, separado por una pared de una ducha espartana, abierta al cielo, con un desnudo tubo de aleación que escupía sin ninguna clase de filtro, un agua horrorosamente fría, que bajaba directamente de la cordillera y que más que despertarme, me mataba en las mañanas nubladas y somnolientas de mi lejana infancia.

Poseía también una habitación de servicio al puro final, siempre oscura, así fuera a pleno medidodía y a pesar que su entrada quedada a boca de jarro del último patio. Esa habitación me parecía siniestra y trataba de evitarla a toda costa.

Aquella inmensidad de construcción antigua, estaba ocupada en esa época solo por una anciana (mi abuela), alguna señora que esporádicamente nos ayudaba con las tareas del hogar, mi madre, que trabajaba todo el día y yo; como dije, era una construcción oscura, alta, vieja.

Databa del primer tercio del siglo XX y era principalmente de paredes de bahareque. Tenía tres patios abiertos a la inmensidad, donde en las noches de invierno entraban aullando el viento y la lluvia hasta la propia puerta de mi habitación[1] . Mi madre, mi abuela y yo ocupábamos las tres habitaciones más cercanas a la calle. El resto de habitciones, el comedor, la cocina y el cuarto de servicio quedaban completamebte solos y a oscuras desde las siete de la noche. Sin duda, un sitio adecuado para que los horrores más insospechados se agazaparan en cada rincón al acecho de un pobre niño flaco y solitario.

Cada noche, antes de conciliar el sueño, ruidos desconocidos se paseaban por el techo, arañaban las paredes o se deslizaban debajo de mi cama. Sin embargo, siempre lograba dormirme, ya que mi madre ocupaba el cuarto contiguo y las habitaciones estaban comunicadas por una puerta interna, siempre abierta. Ella me protegía de esos extraños ruidos.

Durante el día la casa era fresca y nos guardaba del intenso sol de mi tierra natal. Yo pasaba el día en el colegio y estaba regresando a casa hacia las dos de la tarde. Almorzaba, leía un poco y hacía siesta hasta las 4 de la tarde. Luego me ponía a hacer las tareas y alrededor de las 5:30 ponía la tele para ver dibujos animados.

Pero a las seis de la tarde las sombras se alargaban y empezaban a moverse como si tuvieran voluntad propia. Mi anciana abuela llamaba a ese momento del día “la hora gris” y blandía su rosario para espantar a los posibles atacantes sobrenaturales. Yo empezaba respirar nervioso y me refugiaba el el televisor, esperando la llegada de mi madre, con un ojo en la pantalla y otro alrededor de los rincones en penumbra, donde pequeños ojos brillaban fugazmente, burlándose[2]  de mi.

Con mi madre llegaban el calor, la paz y la tranquilidad. Y yo dormía feliz y despreocupado. El mundo de los sueños era reconfortante, porque allí todo sucede de acuerdo con las reglas que uno mismo se inventa y no depende de las atrocidades incontrolables que acechan en cada rincón oculto de la oscura casa.

Sin embargo, toda esta rutina estaba a punto de alterarse. Aquel lejano jueves se había prolongado anormalmente quizá unos 15 minutos la llegada de mi mami. Unos golpes perentorios en la puerta sobresaltaron a mi abuela. Era la esposa del hermano de mi madre, que vivía con su familia a escasas cinco cuadras de nosotros. La señora empezó a contarle algo serio a mi abuela, pues cuchicheaban. La cara de mi abuela era de consternación. Al rato voltearon ambas a mirarme. -Ay, mijito!- exclamó la tía política. -Vas a tener que acostumbrarte: tu mami no va a llegar.-

Un sordo pánico fue enfriando mi pecho hasta convertirse en el más genuino terror que hubiese sentido hasta ese momento. Toda mi confianza, todo lo que había dado por sentado hasta ese momento, se derrumbaba. Nadie me explicó que sucedía. Me pusieron la pijama y sin mayor explicación apagaron la luz de mi cuarto. Cuando por fin estuve solo, las lágrimas salieron a raudales.

Solo, a oscuras y desamparado. Una anciana y un niñode ocho años abandonados en esa casa oscura y terrible, a merced de la maldad humana y de lo sobrenatural. El primer día que no pude dormir en mi vida; los desconocidos habitantes de la oscuridad de la casa, indiferentes a ese miedo que crecía rápiamente tan dentro de mi, iniciaron sus correrías paseándose por el techo, arañando las paredes y deslizándose por debajo de mi cama.


sábado, 11 de mayo de 2024

En la lengua del Enemigo

Ante todo, debo reconocer que siempre he sido un erudito, un estudioso de la física y de las explicaciones científicas para todos los fenómenos naturales, incluso los más extraños e inverosímiles. 


En el transcurso de mis estudios me he ganado alguna reputación desentrañando engaños y supercherías. Empecé revelando trucos de magia durante mi juventud, ya que, aunque admiraba la prestidigitación, que yo mismo era incapaz de reproducir, desdeñaba que estos charlatanes engañasen a las personas confiadas. Me hice a un canal donde, aun anónimamente, pues no me atrevía a dar la cara, iba deconstruyendo todos los trucos paso a paso. Eso me consiguió mi primer éxito relativo, modesto pero significativo. Luego se me ocurrió que podía aplicar mis conocimientos a otras áreas del engaño humano y continué desenmascarando lectores de tarot e influencers de dietas paleolíticas. Hice de ello una fuente de subsistencia, dada la solidez de mis demostraciones. Entonces empecé a jugar en las grandes ligas. Tenía publicaciones constantes en mis redes sociales, un canal fijo de video en streaming, un podcast semanal e incluso salía ocasionalmente en las mañanas en un programa de variedades matutino del tercer canal en audiencia de mi país. Publiqué un par de libros. La vida me sonreía reconociendo mi talento.

 

Para inicios del año 2020 se me solicitó deconstruir las mentiras del famoso texto supuestamente escrito alrededor del año 730 d. C. por el poeta árabe Abdul Al-Hazred, de Saná (Yemen), de quien se dice que murió a plena luz del día devorado por una bestia invisible. Dicho texto, conocido por el título original de Kitab Al-Azif, también conocido con el más genérico nombre de Νεcρονομιcóν, había sido encomendado para mi estudio por parte de un prestigioso grupo editorial. El libro fue traducido al griego y al latín durante la Edad Media, pero fue suprimido por la Iglesia, aunque se dice que todavía existen algunas copias hasta el día de hoy, escondidas en lugares secretos donde pocos pueden obtenerlas. Dentro de sus páginas, que algunos dicen que estaban encuadernadas en piel humana, Al-Hazred supuestamente escribió sobre los misterios de los Antiguos, entidades monstruosas que viajan bajo nombres como Cthulhu y Yog-Sothoth que gobernaron la tierra en el pasado antiguo y actualmente esperan el momento adecuado para regresar.

 

Yo no creía para nada que el tal libro fuese lo que pretendía ser, una recopilación de rituales y conjuros antiguos. Según la tradición, este libro contenía todos los secretos que el poeta había descubierto durante su largo estudio de las artes oscuras en los páramos de Arabia. Por el contrario, tenía la fuerte intuición de que se trataba del invento de un orate que había querido hacerse famoso con su publicación hacia 1920. Según la leyenda, el libro en cuestión tiene el poder de llevar a la locura o la muerte a aquel que trate de poner en práctica los conjuros que contiene. Por ese motivo fue perseguido, codiciado, repudiado y deseado a lo largo de toda la Edad Media y la Edad Moderna hasta nuestros días. Sin embargo, no son más que susurros, rumores elusivos, ecos silenciosos que no aportan ninguna certeza. Una leyenda construida a partir de relatos y tradiciones orales poco fiables que se remontaban hasta la penumbra del pasado remoto. Pero en concreto, nada.

 

Así que dispuse de la edición original en árabe que se me había proporcionado (supuestamente desaparecida de la faz de la Tierra desde hace siglos, pero ¿Oh, coincidencia! Aquí cuento con una copia fidedigna), idioma que huelga decir, manejo a la perfección. Me retiré a la finca ancestral para estudiarlo en detalle; quise irme completamente solo para evitar ser interrumpido y con el auxilio de mis preciosos lentes progresivos ultramodernos, en su elegante marco dorado, me entregué a la lectura de las fórmulas arcanas. Una primera y rápida aproximación preliminar y posteriormente me enfoqué en los rituales precisos y su descripción. Era menester conseguir algunos materiales, unas cuantas piedras, sal, arena, un incienso y algunos ungüentos. 

 

Bajé al pueblo y me proveí de lo necesario, incluyendo algunas sábanas, calderos, encendedores velas y lo que se me ocurrió podría llegar a hacerme falta, para no tener que regresar en un par de días. Apertrechado con todo lo necesario, me dirigí entonces a la parte de atrás de la finca y dispuse los monolitos como lo preceptúan los cánones descritos en el libro. Hice las marcas y los signos adecuados y encendí los inciensos de acuerdo con lo dispuesto en las precisas instrucciones que allí se refieren. Comparé las instrucciones en árabe original con las del libro que comercialmente se consigue en muchas librerías y constaté la gravedad de algunas traducciones, que llegaban incluso a dar instrucciones contrarias a la pretensión del texto original. La idea de desarrollar todo este mítico conjuro me pareció divertida; seguro me iba a salir un buen capítulo para mi siguiente podcast. Me embriagó en ese momento un aire de peregrina suficiencia y felicidad. Al Norte coloqué la piedra de la Gran Frialdad que dará forma a la Puerta del viento de Invierno, grabando en ella el Signo del Toro de la Tierra. Al sur (a una distancia de cinco pasos a partir de la piedra del Norte) erigí la piedra del Calor Intenso, a través de la cual soplan los vientos de verano, e hice sobre la piedra la marca del León-serpiente. La piedra del aire arremolinado se colocó al Este, donde aparece el primer equinoccio y le grabé el signo de aquel que lleva las aguas. La puerta de los Torrentes Impetuosos la puse para que se abra en el punto occidental más interior (a una distancia de cinco pasos a partir de la piedra del Este), donde el Sol muere en el atardecer y retorna el ciclo de la noche. Adorné la piedra con el Signo del Escorpión cuya cola llega a las estrellas; luego coloqué las siete piedras de aquellos que vagan por los cielos sin los cuatro interiores: en el Norte, allá en la Gran Frialdad, puse la primera piedra de Saturno a una distancia de tres pasos. Una vez hecho esto, procedí a distribuir, colocándolas a distancias iguales de separación, las piedras de Júpiter, Mercurio, Marte, Venus, Sol y Luna, marcando cada una con sus signos correctos. En el centro de la configuración así completada eregí el Altar de los Grandes Antiguos y lo sellé con el símbolo de Yog-Sothoth y los poderosos nombres de Aza-thothoth, Cthulhu, Hastur, Shub-Niggurath y Nyarlathotep.

 

Decidí, ajustado al método científico, ejecutar alguno de los conjuros, paso a paso, grabando con mi móvil, repitiendo las tomas y asegurándome del resultado, convencido como estaba, que iba a demostrar su futilidad. Realicé como primera medida el ritual para invocar a Yog-Sothoth. Ajustado a las pretensiones del texto: ¡Oh Tú que moras en la oscuridad del Vacío Exterior! Acude a la Tierra una vez más, Yo te lo ruego.

¡Oh Tú que habitas más allá de las Esferas del Tiempo! Escucha mi súplica.

(Hice entonces el signo de la Cabeza del Dragón)

¡Oh Tú que eres la Puerta y el Camino! ¡Acude! ¡Tu sirviente te llama!

(Realicé el signo de Kish)

¡BENATIR! ¡CARARKAU! ¡DEDOS! ¡YOG-SOTHOTH! ¡Acudid! ¡Acudid! ¡Pronuncio las palabras, rompo Tus vínculos, el Sello ha sido apartado, pasa a través de la Puerta y penetra en el Mundo; he hecho tu poderoso Signo!

(Hice el Signo de Voor).

Finalmente tracé el Pentagrama de Fuego y pronuncié el encantamiento que supuestamente haría que el Grande se manifestara delante de la Puerta. Por supuesto, nada sucedió. Satisfecho con esta primera aproximación, sonriendo tanto para dentro de mí, como hacia la cámara de mi móvil, dejé de lado el infame texto y bajé a la cava a por una botella de El Enemigo, que guardo para momentos especiales. Entonces fue cuando todo empezó a suceder. 

 

Primero, no me pareció del todo extraño, pero los lentes se resistieron cuando me los quise retirar. Achaqué el pequeño inconveniente al cansancio. Pero un momento después, cuando me senté a disfrutar del mencionado malbec, sentí que las patas de las gafas me apretaban quizá algo más de lo normal detrás de las orejas. Por un segundo me pareció que los finos cristales se transformaban en un par de ojos rojizos de pupilas felinas afiladas. Miré dubitativo la copa, observando como mi rostro se reflejaba en la elegante convexidad del cristal, pigmentando mi fisionomía con el profundo tono rojizo del vino, pero de nuevo ese par de ojos felinos destellaron y enfocaron mi mirada.

 

Empecé a respirar rápido. 

 

Miré hacia los lados y creí ver varios arcos de piedra, a diferentes distancias, amplios arcos megalíticos de apariencia antigua, todos ellos envueltos en brumas que difuminaban sus bordes y ocultaban las formaciones que se adivinaban detrás de ellos, como si de una antigua capital árabe se tratase. Deformes figuras humanoides retorcidas y de largos colmillos se agitaban detrás de los portales mientras alargaban sus mugrientas garras hacia mí. Escuché un sordo pero imponente rugido a mis espaldas. Presa del pánico derramé el preciado vino en mi camisa; las visiones debían estar siendo generadas de alguna manera por mis lentes. Intenté ahora sí con vehemencia retirármelos, pero el maldito objeto cobró vida propia y transformó sus patas en dos garras que me apresaron el cráneo por detrás, mientras las plaquetas se convertían en dos aguijones que, como si de colas de escorpiones se tratase, se dirigían ansiosamente hacia mis pupilas. Intenté gritar, pero de mi garganta reseca no surgió más que un breve hilo asfixiado. Intenté por todos los medios racionalizar lo que estaba viendo, pero la contundencia de las imágenes amenazantes nublaba mi mente. No entendía que podía haber sucedido.

 

Muy tarde me di cuenta de que no había sido lo suficientemente precavido y diligente. En la lectura inicial del texto había pasado por alto, no le había dado mayor relevancia a la advertencia de realizar los ritos de acuerdo con los tiempos y las épocas que deben observarse, Por lo tanto, no había invocado a Yog-Sothot como lo decía el texto: cuando el Sol hubiera entrado en la llameante mansión de Leo y la hora de Lammas estuviera sobre él, sino que por el contrario lo había hecho cuando los fuegos de Beltane brillaban por encima de las colinas y el sol estaba en la segunda mansión. Por lo tanto, en lugar del Antiguo Supremo, era un maligno Djinn el que había respondido a mi llamado y, tras emerger del portal más cercano, se había situado frente a mi.  El Djinn se quedó mirándome extasiado; sus pupilas felinas y rojizas parpadeaban presa de una avidez salvaje. Entonces abrió sus fauces. Su lengua asquerosa e ígnea, lanzada como un anzuelo, se unió vertiginosamente en un lascivo beso maléfico al puente de mis lentes y me arrastró rápida y poderosamente hacia él. Lo último que vi fue el preciado vino desperdiciándose lamentablemente mientras me enredaba sin remedio en la lengua del Enemigo.

 

viernes, 3 de mayo de 2024

AQUEL RETRATO EN LA REPISA

 Aunque era una tarde soleada, lo primero que tendría que haber descrito es el profundo frío que me calaba hasta los huesos. ¿Era realmente frío, o era esa sensación desagradable que se siente cuando una no está del todo a gusto y piensa que cualquier cosa mala le puede pasar? En fin, era una sensación que iniciaba en la nuca, más precisamente en la base de la espina dorsal y que como si de pequeños cristales se tratase, iba bajando por la nuca, punzándome por la espalda y me recorría mis delgados brazos y mis bonitas piernas, vestidas con una faldita de algodón cubierta por estampados de corazoncitos rosados que me encantaba, porque era fresca y me permitía correr y saltar libremente cuando nos íbamos a jugar con mi hermana mayor y mi primito, al que quería como un hermano, ya que éramos prácticamente de la misma edad.

Ese domingo había sido especialmente luminoso. Mi madre había levantado a mis hermanas cuando ya el desayuno estaba listo, y yo la imaginaba como siempre, mimándome y abrazándome, ya que soy la menor de la familia. Mi padre, siempre tímido y distante, queriendo parecer autoritario, me acariciaría el cabello y me daría una pequeña palmada en el cachete izquierdo, redondo y adornado en toda la mitad por un gracioso y pequeño huequito que se acentuaba cuando sonreía en cuanto me viese. Era una mañana perfecta, excepto tal vez, porque mi hermana la mayor (¡Oh!, era mucho mayor que yo, me llevaba como 8 años y ya le estaban creciendo dos protuberancias en el pecho) que era burlona y a veces incluso cruel conmigo, b derramó parte de lai leche en mi asiento, cuando yo todavía me sentía aun tibia tras salir de la cama. Mi otra hermanita, que era tres años mayor que yo, respondió inmediatamente y le derramó a su vez el café sobre el regazo. A punto estaba de iniciarse la pelea, pero un solo grito de mi madre y una mirada con el ceño fruncido por encima de la prensa dominical por parte de mi padre, hicieron que todas inclinásemos la cabeza y se terminara el desayuno sin chistar.

Mi hermano mayor, el primogénito, se levantó en ese momento. Ya tenía edad para salir de fiesta los sábados, aunque no hacía mucho había estrenado ese derecho. Me imagino que mi padre aun no estaba acostumbrado a ver a su hijo crecer, ir de farra y mucho menos imaginárselo tomándose unos tragos, porque justamente eso era lo que él había hecho la noche anterior. Siempre locuaz y dicharachero, esta vez se limitó a saludar con un breve beso en la frente a mi madre mientras le decía -Bendición, amá- y se sentaba presuroso en su puesto, dirigiendo una fugaz mirada a mi padre. Este, sin levantar la vista del periódico se limitó a decir -Los quiero a todos listos para la misa de 10 de la mañana y hoy almorzamos donde Mi Mamá- Lo dijo así, con ambas EMES en mayúscula, como para recalcarnos que era alguna fecha familiar especial. Me pareció tal vez notar que sus ojos estaban húmedos, pero no reparé en ese detalle.

Mi casa era una casa enorme, amplia, con dos patios abiertos al cielo y a los elementos, uno grande que era donde mi hermanita y yo pasábamos todas las tardes jugando y otro atrás, cerca de la cocina y el comedor, donde había incluso un pequeño corral lleno de gallinas. El sol entraba por esos dos enormes patios e iluminaba la casa abundantemente, de modo que nunca hacía demasiado frío. Un contraste completo con la casa de mi abuela paterna.

La abuela vivía a unas cuatro calles de distancia de nosotros, de manera que con alguna frecuencia pasábamos por allá. Recuerdo que hacía poco menos de un año mi hermano mayor había tenido alguna dificultad en el colegio; posiblemente había perdido una materia o tal vez dos. Mi padre enfurecido se había quitado el cinturón para darle una lección y mi hermano salió huyendo como una gacela y corrió y corrió. No se detuvo hasta que estuvo a buen refugio protegido por la sombra de la abuela. Pero estábamos hablando era de la casa. A pesar de quedar en el mismo barrio y de tener un estilo muy parecido, mientras la nuestra era amplia, iluminada y soleada, la de la abuela era alta pero estrecha, adusta, lúgubre y básicamente fría. No sé si eso se debía a que la entrada consistía en un zaguán muy alto, estrecho y oscuro, lo que de entrada daba la sensación de lobreguez a la casa, o el miedo intrínseco que yo sentía cada que entraba en ella. Era un miedo que tal vez me lo provocaba un viento que entraba zumbando por el mencionado zaguán, cada que se abría la puerta. O el retrato ese de la Tía Enriqueta.

Porque por lo demás la casa tenía a su vez no dos, sino tres patios abiertos, tal vez no tan amplios como los de nuestra casa, pero en todo caso tres, por los que también entraba la luz. Pero al lado de la casa había un edificio alto y posiblemente por eso la luz no entraba de lleno en las tardes y eso contribuía a la sensación general de frío (y miedo) que me provocaba ese lugar. Solo la calidez de mi abuela, siempre sonriente y llena de amor para con todos sus nietos y la alegría de ver a mi primito, me animaban a ir a ese lugar. Si por mi propia cuenta fuese la decisión, ¡jamás iría por allá! Pero yo no era nada más que la menor de todos. Si hablaba, me mandaban callar rápidamente y mis opiniones ni siquiera eran escuchadas, mucho menos tenidas en cuenta. ¡Solo iba siempre porque me hacía mucha ilusión jugar con mi primito!

En todo caso, estuvimos todos listos un poco antes de las diez; la iglesia quedaba justo en el camino hacia la casa de la abuela. Seguramente me habría quitado la piyama sucia de leche, me habría bañado, arreglado y puesto mi vestido con la faldita de corazones. Iría de la mano de mi hermanita y probablemente no le puse mucha atención al recorrido hasta la iglesia. El padre era un señor muy mayor, creo que era amigo de la familia desde que él era joven. Alguna vez alguien había dicho que había sido seminarista junto con el hermano de mi fallecido abuelo, pero yo no entiendo muy bien que querían decir con eso. Lo cierto es que el Padre hablaba muy despacio y como entre los dientes y yo sentía que me iba a dormir. Me puse a mirar hacia un par de bancas adelante y a la izquierda de nosotros. Había un niño más pequeño que yo, que no hacía más que mirarme. Me entretuve sacándole la lengua. Cada que el niñito ese me miraba de nuevo, le volvía a sacar la lengua. En un momento en que nadie me miraba, con los dos dedos de la mano izquierda me halé hacia abajo los párpados inferiores, mientras que con la mano derecha me estiré la nariz hacia arriba. Torcí los ojos y le hice una mueca horrible. El niño empezó a chillar y el Padre le tuvo que pedir a la mamá que lo sacara de la iglesia mientras yo, muy desentendida del tema, miraba candorosamente hacia el frente. Aun escuché cuando, justo en la puerta de la iglesia, la mamá le zampó un par de nalgadas mientras le decía - ¡Cuidado y chillas más, porque ahí sí te doy de verdad! – Esa frase, según me enteré después de la misa, hizo las delicias de mi hermana la mayor, pues más adelante al salir de la iglesia, le dio un pellizco disimulado en el brazo a mi hermanita y cuando iba a llorar, se la repitió con una salvaje sonrisa en su rostro. Mi padre y mi madre ni siquiera se dieron por enterados.

Finalmente llegamos a la casa de la abuela. No sabía muy bien qué tipo de fecha especial se celebraba, pero eso no me importaba mucho. Como dije, lo primero que tendría que haber descrito es el profundo frío que me calaba hasta los huesos. Entré corriendo directo a la sala, esperando encontrar a mi primito, pero no estaba por ningún lado. Pregunté por el él, pero los grandes se estaban saludando todos y había mucha algarabía y creo que nadie me escuchó. Algo triste me dirigí a la sala y me senté en un rincón alejado. La sala era la primera habitación a la derecha del zaguán, tras entrar a la casa. Era una estancia de paredes altas y techo lejano. Mi tía se había comprado un aparato de televisión, que presidía todo el recinto, por así decirlo. Era un mueble de madera amplio, con varios adornos de cristal y carpeticas de lana tejidas a mano encima. Estaba apagado, solo lo encendían en las noches para ver el noticiero y la telenovela.

Aparte del televisor, la sala era un recinto que me causaba temor. En una de las paredes había un gran cuadro de un Sagrado Corazón de Jesús, pintado a estilo muy naturalista y detallado; el Cristo miraba al frente con un rostro más dulce que severo y una límpida mirada de unos ojos verde penetrantes, por lo cual varias de mis tías lo apodaban El Zarco de Galilea. Aunque el cuadro era benévolo en sí mismo, su tamaño me asustaba; era demasiado grande, era monumental. Pero lo que menos me gustaba de esa sala eran los siguientes dos objetos: por un lado, en la pared adyacente al mencionado Cristo, sobre uno de los asientos grandes, mullidos y forrados de cuero del juego de la sala de mi abuela, donde mi primito se dormía a veces en las tardes mientras veía libros con dibujos de animales y dinosaurios, estaba el retrato de la Tía Enriqueta.  Era otro gran cuadro (o no sé si era una foto) de fondo oscuro, resaltando la figura de la señora, que, en una pose adusta, con las manos recogidas frente al regazo, pero los hombros elevados y la frente erguida, miraba de frente a las personas de la sala de una manera autoritaria. Había escuchado a mi padre contar que la Tía Enriqueta era una altiva dama del siglo XIX; Era hermana de la madre de mi fallecido abuelo paterno. Y yo había escuchado que la dichosa señora no había visto con buenos ojos el matrimonio de mi abuelo con mi abuela. Y la causa de todo esto no era más que el color de la piel de mi abuela; aunque provenía de una de las familias tradicionales de la ciudad, mi abuela era de un tono trigueño oscuro, el cual yo exhibo feliz como herencia en mi propia piel. Yo jamás habría podido entender porque el simple tono de piel de mi abuela habría causado que la tal Tía Enriqueta le llevara ojeriza. En mi familia somos una gran cantidad de primos y los hay de todos los colores y variedades. Desde los rubios y ojiclaros hijos de una de mis tías mayores, hasta los oscuritos hijos del hermano de mi padre que tuvo más de 10 crías. Y todos nos la llevamos super bien entre nosotros, como si fuéramos de una sola camada. Y fijándome bien, la dichosa Tía Enriqueta no es que se vea tan europea; en el retrato de la sala ella vestía un traje tradicional criollo a la usanza del siglo pasado, con un ancho pollerón relleno seguramente con unas pesadas enaguas en capas, una blusa de mangas largas abotonada hasta el cuello con unos sencillos ribetes de adorno en las angostas solapas. Unos aretes que sí develaban la altivez de la señora, grandes y seguramente excesivos para la época, con perlas en los extremos. Y una larga cabellera lacia, canosa ya, tejida en dos trenzas que caían por delante de su pecho, que le darían hoy día más el aspecto de una mujer del campo o de descendencia aborigen del sur del país, que de alguien de alcurnia. Me quedé mirando el retrato y le hice la misma mueca que le había lanzado al chico de la iglesia. Ella se me quedó mirando de frente sin parpadear. Y a medida que yo caminaba alrededor de la sala, pareciera que su mirada me seguía y no se fijaba en nadie más que mí.

El otro objeto que me disgustaba de esa sala era la repisa. En la pared adyacente al aparato de televisión había una ancha cómoda de madera, seguramente heredada de alguno de esos antepasados, quizá hubiera pertenecido a la misma Enriqueta de marras, nunca lo supe. Era un pesado armatoste de madera muy gruesa, con adornos de estilo isabelino en las esquinas, que se prolongaban luego de manera sinuosa hacia las patas delanteras del mueble. Este no era muy alto, a mi edad mi cabeza ya pasaba por encima del mismo, pero sí muy robusto, como si lo hubieran hecho de madera a partir de una secoya o de un roble prehistórico. Me gustaba mucho escuchar esa palabra, prehistórico, que sonaba interesante y erudita, aunque no entiendo muy bien a qué se refiería exactamente mi primito cuando la usaba.

Pues bien, la repisa tenía dos puertas que se cerraban en la mitad y que estaban selladas con un candado de aspecto antiguo. Desconozco por completo el contenido de esta; pero sobre ella, había de nuevo múltiples carpeticas de lana tejidas a mano; según mi padre, tejidas por la tía Amelita. Y sobre cada carpeta, un retrato. Los retratos estaban primorosamente enmarcados en finos marcos de plata algunos, dorados otros. Cada retrato mostraba a un integrante fallecido de la familia, desde el abuelo. Se trataba de fotografías, la gran mayoría en blanco y negro, artísticamente tomadas. Lo que me inquietaba no era la presencia de tantos familiares allí reunidos, todos ausentes ya, sino tal vez el triste tono de la mirada que se podía entrever en todos ellos y que hacía de ese un denominador común. Una colección de gente con mirada triste. Algunos enfocaban su mirada al infinito vacío, pero de vez en cuando parecía que me miraban a mí, que me alzaban una ceja con disimulo, que me señalaban con los ojos la salida de la sala.

Por supuesto no era la primera vez que yo iba a la casa de mi abuela, les mencioné que me encantaba ir allá para poder jugar con mi primito. Pero era la primera vez que me quedaba tanto tiempo en la sala y me fijaba en todas las cosas, especialmente en todos esos retratos, ya que mi primito no estaba y nadie me tomaba en consideración ni me quería explicar qué era lo que pasaba y por qué razón él no había venido aún a jugar conmigo.

Anunciaron que se había servido el almuerzo. Todos se levantaron de la sala y se dirigieron hacia la parte de atrás de la casa. Yo me rezagué sin que nadie se diera cuenta. La verdad era que sentía como cuando un par de ojos están clavados a la espalda de una. Un frío absurdo me empezó a subir desde los pies; era como si unos dedos muy largos y pálidos, o como si unas patas de araña fueran reptando por mis lindas piernas, en busca de mi abdomen. Entonces escuché un ruido proveniente de la sala, pero yo estaba segura de que ya todos habían salido de allí. El corazón me dio un vuelco dentro del pecho, pero a pesar de todo, me dirigí de regreso a la sala. El retrato de mi abuelo se había caído de su sitio. Nunca lo conocí, porque él falleció unos años antes de que yo naciera; mi hermano mayor sí lo conoció y me contaba que era un señor serio, pero que cuando los abrazaba, se notaba que los quería, a todos sus nietos. Me quedé mirando el retrato del abuelo. Sus ojos respiraban tristeza y cuando se fijó en los míos, podría haber jurado que una lágrima se escapaba rozando por sus mejillas. Regresé el marco a su sitio y un retrato me llamó la atención; pero no me pude fijar en ese momento, porque de nuevo tuve esa sensación de una mirada clavada en mi espalda. Lentamente, llena de pánico, me fui dando la vuelta, pero no vi nada. De hecho, sí vi algo, o, mejor dicho, la ausencia de algo.

El marco del retrato de la Tía Enriqueta estaba vacío.

Salí corriendo despavorida gritando y llamando a mi mamá. Como era de esperarse, nadie me escuchó. Todos estaban reunidos en el comedor. Había una gran cantidad de familiares reunidos allí. La abuela estaba en la mitad de todos y lloraba. Los tíos y mi padre la querían consolar. Yo era tan pequeña y no me podía acercar a consentir a mi viejita. Y en eso pasó mi primito a mi lado. Iba llorando con el corazón roto y mi tía trataba de reconfortarlo. Alguien tocó mi hombro.  Me di la vuelta conteniendo la respiración. Una figura alta y sombría me miraba fijamente. Sus ojos amarillos no expresaban ninguna emoción. La dama dirigió su mirada hacia mi abuela y alargándome su mano, me dijo: - Lástima; tienes su mismo tono de piel. –

Sin mediar palabra tomó de mi mano y me llevó de nuevo a la sala. Yo quería quedarme con todos mis familiares, pero la Tía Enriqueta, con una sonrisa inquietante y una boca llena de dientes que me parecían tal vez, muy afilados,  insistió en llevarme de regreso y con mucho cuidado y delicadeza, aunque indudablemente con algo de satisfacción, pensaría yo, me señaló uno de los retratos sobre la repisa. Un fuerte dolor sacudió mis entrañas, seguido posteriormente de la más absoluta y negra oscuridad que alguien haya conocido.

Desde ese día, cada que llega del colegio, mi primito entra a la sala y se fija en aquel retrato en la repisa, con su precioso marco dorado, llorando sin poderse contener, desde el cual yo lo veo sin poderle hablar, pero con mis ojos llenos de insondable nostalgia y mis manos apoyadas en mi faldita de corazones.