Ante
todo, debo reconocer que siempre he sido un erudito, un estudioso de la física
y de las explicaciones científicas para todos los fenómenos naturales, incluso
los más extraños e inverosímiles.
En
el transcurso de mis estudios me he ganado alguna reputación desentrañando
engaños y supercherías. Empecé revelando trucos de magia durante mi juventud,
ya que, aunque admiraba la prestidigitación, que yo mismo era incapaz de
reproducir, desdeñaba que estos charlatanes engañasen a las personas confiadas.
Me hice a un canal donde, aun anónimamente, pues no me atrevía a dar la cara, iba
deconstruyendo todos los trucos paso a paso. Eso me consiguió mi primer éxito
relativo, modesto pero significativo. Luego se me ocurrió que podía aplicar mis
conocimientos a otras áreas del engaño humano y continué desenmascarando
lectores de tarot e influencers de dietas paleolíticas. Hice de ello una
fuente de subsistencia, dada la solidez de mis demostraciones. Entonces empecé
a jugar en las grandes ligas. Tenía publicaciones constantes en mis redes
sociales, un canal fijo de video en streaming, un podcast semanal e
incluso salía ocasionalmente en las mañanas en un programa de variedades
matutino del tercer canal en audiencia de mi país. Publiqué un par de libros.
La vida me sonreía reconociendo mi talento.
Para
inicios del año 2020 se me solicitó deconstruir las mentiras del famoso texto
supuestamente escrito alrededor del año 730 d. C. por el poeta árabe Abdul
Al-Hazred, de Saná (Yemen), de quien se dice que murió a plena luz del día
devorado por una bestia invisible. Dicho texto, conocido por el título original
de Kitab Al-Azif, también conocido con el más genérico nombre de Νεcρονομιcóν, había sido encomendado para mi estudio por parte de un prestigioso grupo
editorial. El libro fue traducido al griego y al
latín durante la Edad Media, pero fue suprimido por la Iglesia, aunque se dice
que todavía existen algunas copias hasta el día de hoy, escondidas en lugares
secretos donde pocos pueden obtenerlas. Dentro de sus páginas, que algunos
dicen que estaban encuadernadas en piel humana, Al-Hazred supuestamente
escribió sobre los misterios de los Antiguos, entidades monstruosas que viajan
bajo nombres como Cthulhu y Yog-Sothoth que gobernaron la tierra en el pasado
antiguo y actualmente esperan el momento adecuado para regresar.
Yo
no creía para nada que el tal libro fuese lo que pretendía ser, una
recopilación de rituales y conjuros antiguos. Según la tradición, este libro contenía todos los secretos que el poeta había descubierto
durante su largo estudio de las artes oscuras en los páramos de Arabia. Por
el contrario, tenía la fuerte intuición de que se trataba del invento de un
orate que había querido hacerse famoso con su publicación hacia 1920. Según la
leyenda, el libro en cuestión tiene el poder de llevar a la locura o la muerte
a aquel que trate de poner en práctica los conjuros que contiene. Por ese
motivo fue perseguido, codiciado, repudiado y deseado a lo largo de toda la Edad
Media y la Edad Moderna hasta nuestros días. Sin embargo, no son más que
susurros, rumores elusivos, ecos silenciosos que no aportan ninguna certeza.
Una leyenda construida a partir de relatos y tradiciones orales poco fiables
que se remontaban hasta la penumbra del pasado remoto. Pero en concreto, nada.
Así
que dispuse de la edición original en árabe que se me había
proporcionado (supuestamente desaparecida de la faz de la Tierra desde hace
siglos, pero ¿Oh, coincidencia! Aquí cuento con una copia fidedigna), idioma
que huelga decir, manejo a la perfección. Me retiré a la finca ancestral para
estudiarlo en detalle; quise irme completamente solo para evitar ser
interrumpido y con el auxilio de mis preciosos lentes progresivos
ultramodernos, en su elegante marco dorado, me entregué a la lectura de las
fórmulas arcanas. Una primera y rápida aproximación preliminar y
posteriormente me enfoqué en los rituales precisos y su descripción. Era
menester conseguir algunos materiales, unas cuantas piedras, sal, arena, un
incienso y algunos ungüentos.
Bajé al pueblo y me proveí de lo necesario,
incluyendo algunas sábanas, calderos, encendedores velas y lo que se me ocurrió
podría llegar a hacerme falta, para no tener que regresar en un par de días.
Apertrechado con todo lo necesario, me dirigí entonces a la parte de atrás de
la finca y dispuse los monolitos como lo preceptúan los cánones descritos en el
libro. Hice las marcas y los signos adecuados y encendí los inciensos de
acuerdo con lo dispuesto en las precisas instrucciones que allí se refieren.
Comparé las instrucciones en árabe original con las del libro que comercialmente
se consigue en muchas librerías y constaté la gravedad de algunas traducciones,
que llegaban incluso a dar instrucciones contrarias a la pretensión del texto
original. La idea de desarrollar todo este mítico conjuro me pareció divertida;
seguro me iba a salir un buen capítulo para mi siguiente podcast. Me embriagó
en ese momento un aire de peregrina suficiencia y felicidad. Al
Norte coloqué la piedra de la Gran Frialdad que dará forma a la Puerta del
viento de Invierno, grabando en ella el Signo del Toro de la Tierra. Al sur (a
una distancia de cinco pasos a partir de la piedra del Norte) erigí la piedra
del Calor Intenso, a través de la cual soplan los vientos de verano, e hice
sobre la piedra la marca del León-serpiente. La piedra del aire arremolinado se
colocó al Este, donde aparece el primer equinoccio y le grabé el signo de aquel
que lleva las aguas. La puerta de los Torrentes Impetuosos la puse para que se
abra en el punto occidental más interior (a una distancia de cinco pasos a
partir de la piedra del Este), donde el Sol muere en el atardecer y retorna el
ciclo de la noche. Adorné la piedra con el Signo del Escorpión cuya cola llega
a las estrellas; luego coloqué las siete piedras de aquellos que vagan por los
cielos sin los cuatro interiores: en el Norte, allá en la Gran Frialdad, puse
la primera piedra de Saturno a una distancia de tres pasos. Una vez hecho esto,
procedí a distribuir, colocándolas a distancias iguales de separación, las
piedras de Júpiter, Mercurio, Marte, Venus, Sol y Luna, marcando cada una con
sus signos correctos. En el centro de la configuración así completada eregí el
Altar de los Grandes Antiguos y lo sellé con el símbolo de Yog-Sothoth y los
poderosos nombres de Aza-thothoth, Cthulhu, Hastur, Shub-Niggurath y Nyarlathotep.
Decidí, ajustado al método científico,
ejecutar alguno de los conjuros, paso a paso, grabando con mi móvil, repitiendo
las tomas y asegurándome del resultado, convencido como estaba, que iba a demostrar
su futilidad. Realicé como primera medida el ritual para invocar a Yog-Sothoth.
Ajustado a las pretensiones del texto: ¡Oh Tú que moras en la
oscuridad del Vacío Exterior! Acude a la Tierra una vez más, Yo te lo ruego.
¡Oh Tú que habitas
más allá de las Esferas del Tiempo! Escucha mi súplica.
(Hice entonces el
signo de la Cabeza del Dragón)
¡Oh Tú que eres la
Puerta y el Camino! ¡Acude! ¡Tu sirviente te llama!
(Realicé el signo
de Kish)
¡BENATIR!
¡CARARKAU! ¡DEDOS! ¡YOG-SOTHOTH! ¡Acudid! ¡Acudid! ¡Pronuncio las palabras, rompo
Tus vínculos, el Sello ha sido apartado, pasa a través de la Puerta y penetra
en el Mundo; he hecho tu poderoso Signo!
(Hice el Signo de
Voor).
Finalmente tracé el
Pentagrama de Fuego y pronuncié el encantamiento que supuestamente haría que el
Grande se manifestara delante de la Puerta. Por supuesto, nada sucedió.
Satisfecho con esta primera aproximación, sonriendo tanto para dentro de mí,
como hacia la cámara de mi móvil, dejé de lado el infame texto y bajé a la cava
a por una botella de El Enemigo, que guardo para momentos especiales. Entonces
fue cuando todo empezó a suceder.
Primero,
no me pareció del todo extraño, pero los lentes se resistieron cuando me los
quise retirar. Achaqué el pequeño inconveniente al cansancio. Pero un momento
después, cuando me senté a disfrutar del mencionado malbec, sentí que las patas
de las gafas me apretaban quizá algo más de lo normal detrás de las orejas. Por
un segundo me pareció que los finos cristales se transformaban en un par de
ojos rojizos de pupilas felinas afiladas. Miré dubitativo la copa, observando
como mi rostro se reflejaba en la elegante convexidad del cristal, pigmentando
mi fisionomía con el profundo tono rojizo del vino, pero de nuevo ese par de
ojos felinos destellaron y enfocaron mi mirada.
Empecé
a respirar rápido.
Miré
hacia los lados y creí ver varios arcos de piedra, a diferentes distancias, amplios
arcos megalíticos de apariencia antigua, todos ellos envueltos en brumas que
difuminaban sus bordes y ocultaban las formaciones que se adivinaban detrás de
ellos, como si de una antigua capital árabe se tratase. Deformes figuras
humanoides retorcidas y de largos colmillos se agitaban detrás de los portales
mientras alargaban sus mugrientas garras hacia mí. Escuché un sordo pero imponente
rugido a mis espaldas. Presa del pánico derramé el preciado vino en mi camisa;
las visiones debían estar siendo generadas de alguna manera por mis lentes.
Intenté ahora sí con vehemencia retirármelos, pero el maldito objeto cobró vida
propia y transformó sus patas en dos garras que me apresaron el cráneo por
detrás, mientras las plaquetas se convertían en dos aguijones que, como si de colas
de escorpiones se tratase, se dirigían ansiosamente hacia mis pupilas. Intenté
gritar, pero de mi garganta reseca no surgió más que un breve hilo asfixiado.
Intenté por todos los medios racionalizar lo que estaba viendo, pero la
contundencia de las imágenes amenazantes nublaba mi mente. No entendía que
podía haber sucedido.
Muy
tarde me di cuenta de que no había sido lo suficientemente precavido y
diligente. En la lectura inicial del texto había pasado por alto, no le había
dado mayor relevancia a la advertencia de realizar los ritos de acuerdo con los
tiempos y las épocas que deben observarse, Por lo tanto, no había invocado a
Yog-Sothot como lo decía el texto: cuando el Sol hubiera entrado en la
llameante mansión de Leo y la hora de Lammas estuviera sobre él, sino que por
el contrario lo había hecho cuando los fuegos de Beltane brillaban por encima
de las colinas y el sol estaba en la segunda mansión. Por lo tanto, en lugar
del Antiguo Supremo, era un maligno Djinn el que había respondido a mi llamado
y, tras emerger del portal más cercano, se había situado frente a mi. El Djinn se quedó mirándome extasiado; sus
pupilas felinas y rojizas parpadeaban presa de una avidez salvaje. Entonces
abrió sus fauces. Su lengua asquerosa e ígnea, lanzada como un anzuelo, se unió
vertiginosamente en un lascivo beso maléfico al puente de mis lentes y me
arrastró rápida y poderosamente hacia él. Lo último que vi fue el preciado vino
desperdiciándose lamentablemente mientras me enredaba sin remedio en la lengua del
Enemigo.
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