sábado, 11 de mayo de 2024

En la lengua del Enemigo

Ante todo, debo reconocer que siempre he sido un erudito, un estudioso de la física y de las explicaciones científicas para todos los fenómenos naturales, incluso los más extraños e inverosímiles. 


En el transcurso de mis estudios me he ganado alguna reputación desentrañando engaños y supercherías. Empecé revelando trucos de magia durante mi juventud, ya que, aunque admiraba la prestidigitación, que yo mismo era incapaz de reproducir, desdeñaba que estos charlatanes engañasen a las personas confiadas. Me hice a un canal donde, aun anónimamente, pues no me atrevía a dar la cara, iba deconstruyendo todos los trucos paso a paso. Eso me consiguió mi primer éxito relativo, modesto pero significativo. Luego se me ocurrió que podía aplicar mis conocimientos a otras áreas del engaño humano y continué desenmascarando lectores de tarot e influencers de dietas paleolíticas. Hice de ello una fuente de subsistencia, dada la solidez de mis demostraciones. Entonces empecé a jugar en las grandes ligas. Tenía publicaciones constantes en mis redes sociales, un canal fijo de video en streaming, un podcast semanal e incluso salía ocasionalmente en las mañanas en un programa de variedades matutino del tercer canal en audiencia de mi país. Publiqué un par de libros. La vida me sonreía reconociendo mi talento.

 

Para inicios del año 2020 se me solicitó deconstruir las mentiras del famoso texto supuestamente escrito alrededor del año 730 d. C. por el poeta árabe Abdul Al-Hazred, de Saná (Yemen), de quien se dice que murió a plena luz del día devorado por una bestia invisible. Dicho texto, conocido por el título original de Kitab Al-Azif, también conocido con el más genérico nombre de Νεcρονομιcóν, había sido encomendado para mi estudio por parte de un prestigioso grupo editorial. El libro fue traducido al griego y al latín durante la Edad Media, pero fue suprimido por la Iglesia, aunque se dice que todavía existen algunas copias hasta el día de hoy, escondidas en lugares secretos donde pocos pueden obtenerlas. Dentro de sus páginas, que algunos dicen que estaban encuadernadas en piel humana, Al-Hazred supuestamente escribió sobre los misterios de los Antiguos, entidades monstruosas que viajan bajo nombres como Cthulhu y Yog-Sothoth que gobernaron la tierra en el pasado antiguo y actualmente esperan el momento adecuado para regresar.

 

Yo no creía para nada que el tal libro fuese lo que pretendía ser, una recopilación de rituales y conjuros antiguos. Según la tradición, este libro contenía todos los secretos que el poeta había descubierto durante su largo estudio de las artes oscuras en los páramos de Arabia. Por el contrario, tenía la fuerte intuición de que se trataba del invento de un orate que había querido hacerse famoso con su publicación hacia 1920. Según la leyenda, el libro en cuestión tiene el poder de llevar a la locura o la muerte a aquel que trate de poner en práctica los conjuros que contiene. Por ese motivo fue perseguido, codiciado, repudiado y deseado a lo largo de toda la Edad Media y la Edad Moderna hasta nuestros días. Sin embargo, no son más que susurros, rumores elusivos, ecos silenciosos que no aportan ninguna certeza. Una leyenda construida a partir de relatos y tradiciones orales poco fiables que se remontaban hasta la penumbra del pasado remoto. Pero en concreto, nada.

 

Así que dispuse de la edición original en árabe que se me había proporcionado (supuestamente desaparecida de la faz de la Tierra desde hace siglos, pero ¿Oh, coincidencia! Aquí cuento con una copia fidedigna), idioma que huelga decir, manejo a la perfección. Me retiré a la finca ancestral para estudiarlo en detalle; quise irme completamente solo para evitar ser interrumpido y con el auxilio de mis preciosos lentes progresivos ultramodernos, en su elegante marco dorado, me entregué a la lectura de las fórmulas arcanas. Una primera y rápida aproximación preliminar y posteriormente me enfoqué en los rituales precisos y su descripción. Era menester conseguir algunos materiales, unas cuantas piedras, sal, arena, un incienso y algunos ungüentos. 

 

Bajé al pueblo y me proveí de lo necesario, incluyendo algunas sábanas, calderos, encendedores velas y lo que se me ocurrió podría llegar a hacerme falta, para no tener que regresar en un par de días. Apertrechado con todo lo necesario, me dirigí entonces a la parte de atrás de la finca y dispuse los monolitos como lo preceptúan los cánones descritos en el libro. Hice las marcas y los signos adecuados y encendí los inciensos de acuerdo con lo dispuesto en las precisas instrucciones que allí se refieren. Comparé las instrucciones en árabe original con las del libro que comercialmente se consigue en muchas librerías y constaté la gravedad de algunas traducciones, que llegaban incluso a dar instrucciones contrarias a la pretensión del texto original. La idea de desarrollar todo este mítico conjuro me pareció divertida; seguro me iba a salir un buen capítulo para mi siguiente podcast. Me embriagó en ese momento un aire de peregrina suficiencia y felicidad. Al Norte coloqué la piedra de la Gran Frialdad que dará forma a la Puerta del viento de Invierno, grabando en ella el Signo del Toro de la Tierra. Al sur (a una distancia de cinco pasos a partir de la piedra del Norte) erigí la piedra del Calor Intenso, a través de la cual soplan los vientos de verano, e hice sobre la piedra la marca del León-serpiente. La piedra del aire arremolinado se colocó al Este, donde aparece el primer equinoccio y le grabé el signo de aquel que lleva las aguas. La puerta de los Torrentes Impetuosos la puse para que se abra en el punto occidental más interior (a una distancia de cinco pasos a partir de la piedra del Este), donde el Sol muere en el atardecer y retorna el ciclo de la noche. Adorné la piedra con el Signo del Escorpión cuya cola llega a las estrellas; luego coloqué las siete piedras de aquellos que vagan por los cielos sin los cuatro interiores: en el Norte, allá en la Gran Frialdad, puse la primera piedra de Saturno a una distancia de tres pasos. Una vez hecho esto, procedí a distribuir, colocándolas a distancias iguales de separación, las piedras de Júpiter, Mercurio, Marte, Venus, Sol y Luna, marcando cada una con sus signos correctos. En el centro de la configuración así completada eregí el Altar de los Grandes Antiguos y lo sellé con el símbolo de Yog-Sothoth y los poderosos nombres de Aza-thothoth, Cthulhu, Hastur, Shub-Niggurath y Nyarlathotep.

 

Decidí, ajustado al método científico, ejecutar alguno de los conjuros, paso a paso, grabando con mi móvil, repitiendo las tomas y asegurándome del resultado, convencido como estaba, que iba a demostrar su futilidad. Realicé como primera medida el ritual para invocar a Yog-Sothoth. Ajustado a las pretensiones del texto: ¡Oh Tú que moras en la oscuridad del Vacío Exterior! Acude a la Tierra una vez más, Yo te lo ruego.

¡Oh Tú que habitas más allá de las Esferas del Tiempo! Escucha mi súplica.

(Hice entonces el signo de la Cabeza del Dragón)

¡Oh Tú que eres la Puerta y el Camino! ¡Acude! ¡Tu sirviente te llama!

(Realicé el signo de Kish)

¡BENATIR! ¡CARARKAU! ¡DEDOS! ¡YOG-SOTHOTH! ¡Acudid! ¡Acudid! ¡Pronuncio las palabras, rompo Tus vínculos, el Sello ha sido apartado, pasa a través de la Puerta y penetra en el Mundo; he hecho tu poderoso Signo!

(Hice el Signo de Voor).

Finalmente tracé el Pentagrama de Fuego y pronuncié el encantamiento que supuestamente haría que el Grande se manifestara delante de la Puerta. Por supuesto, nada sucedió. Satisfecho con esta primera aproximación, sonriendo tanto para dentro de mí, como hacia la cámara de mi móvil, dejé de lado el infame texto y bajé a la cava a por una botella de El Enemigo, que guardo para momentos especiales. Entonces fue cuando todo empezó a suceder. 

 

Primero, no me pareció del todo extraño, pero los lentes se resistieron cuando me los quise retirar. Achaqué el pequeño inconveniente al cansancio. Pero un momento después, cuando me senté a disfrutar del mencionado malbec, sentí que las patas de las gafas me apretaban quizá algo más de lo normal detrás de las orejas. Por un segundo me pareció que los finos cristales se transformaban en un par de ojos rojizos de pupilas felinas afiladas. Miré dubitativo la copa, observando como mi rostro se reflejaba en la elegante convexidad del cristal, pigmentando mi fisionomía con el profundo tono rojizo del vino, pero de nuevo ese par de ojos felinos destellaron y enfocaron mi mirada.

 

Empecé a respirar rápido. 

 

Miré hacia los lados y creí ver varios arcos de piedra, a diferentes distancias, amplios arcos megalíticos de apariencia antigua, todos ellos envueltos en brumas que difuminaban sus bordes y ocultaban las formaciones que se adivinaban detrás de ellos, como si de una antigua capital árabe se tratase. Deformes figuras humanoides retorcidas y de largos colmillos se agitaban detrás de los portales mientras alargaban sus mugrientas garras hacia mí. Escuché un sordo pero imponente rugido a mis espaldas. Presa del pánico derramé el preciado vino en mi camisa; las visiones debían estar siendo generadas de alguna manera por mis lentes. Intenté ahora sí con vehemencia retirármelos, pero el maldito objeto cobró vida propia y transformó sus patas en dos garras que me apresaron el cráneo por detrás, mientras las plaquetas se convertían en dos aguijones que, como si de colas de escorpiones se tratase, se dirigían ansiosamente hacia mis pupilas. Intenté gritar, pero de mi garganta reseca no surgió más que un breve hilo asfixiado. Intenté por todos los medios racionalizar lo que estaba viendo, pero la contundencia de las imágenes amenazantes nublaba mi mente. No entendía que podía haber sucedido.

 

Muy tarde me di cuenta de que no había sido lo suficientemente precavido y diligente. En la lectura inicial del texto había pasado por alto, no le había dado mayor relevancia a la advertencia de realizar los ritos de acuerdo con los tiempos y las épocas que deben observarse, Por lo tanto, no había invocado a Yog-Sothot como lo decía el texto: cuando el Sol hubiera entrado en la llameante mansión de Leo y la hora de Lammas estuviera sobre él, sino que por el contrario lo había hecho cuando los fuegos de Beltane brillaban por encima de las colinas y el sol estaba en la segunda mansión. Por lo tanto, en lugar del Antiguo Supremo, era un maligno Djinn el que había respondido a mi llamado y, tras emerger del portal más cercano, se había situado frente a mi.  El Djinn se quedó mirándome extasiado; sus pupilas felinas y rojizas parpadeaban presa de una avidez salvaje. Entonces abrió sus fauces. Su lengua asquerosa e ígnea, lanzada como un anzuelo, se unió vertiginosamente en un lascivo beso maléfico al puente de mis lentes y me arrastró rápida y poderosamente hacia él. Lo último que vi fue el preciado vino desperdiciándose lamentablemente mientras me enredaba sin remedio en la lengua del Enemigo.

 

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