Abrí
los ojos de repente. Mi respiración salía entrecortada, tanto, que no pude
ocultar un creciente sollozo incontrolable. Creo tener alrededor de 8 años. Seguro
eran más de seis, porque ya nos habíamos mudado desde la casa vieja, pero aún
no tenía nueve, pues no había hecho mi primera comunión; quedemos entonces en
ocho, sí, no en siete, seguro eran ocho.
Era
un niño tímido que me refugiaba en la lectura y en la fantasía. La casa, esa
inmensa casa de 30 metros de largo por 10 de ancho, compuesta por tres patios
consecutivos, un interminable corredor cubierto de baldosas dispuestas como un
tablero de ajedrez, con 8 habitaciones, aun
no lograba despertarme confianza.
Recuerdo
que tenía un baño dividido entre el servicio de inododro, propiamente dicho,
separado por una pared de una ducha espartana, abierta al cielo, con un desnudo
tubo de aleación que escupía sin ninguna clase de filtro, un agua
horrorosamente fría, que bajaba directamente de la cordillera y que más que
despertarme, me mataba en las mañanas nubladas y somnolientas de mi lejana
infancia.
Poseía
también una habitación de servicio al puro final, siempre oscura, así fuera a
pleno medidodía y a pesar que su entrada quedada a boca de jarro del último patio.
Esa habitación me parecía siniestra y trataba de evitarla a toda costa.
Aquella
inmensidad de construcción antigua, estaba ocupada en esa época solo por una
anciana (mi abuela), alguna señora que esporádicamente nos ayudaba con las
tareas del hogar, mi madre, que trabajaba todo el día y yo; como dije, era una
construcción oscura, alta, vieja.
Databa
del primer tercio del siglo XX y era principalmente de paredes de bahareque.
Tenía tres patios abiertos a la inmensidad, donde en las noches de invierno
entraban aullando el viento y la lluvia hasta la propia puerta de mi habitación[1] . Mi madre, mi abuela y yo ocupábamos las tres
habitaciones más cercanas a la calle. El resto de habitciones, el comedor, la
cocina y el cuarto de servicio quedaban completamebte solos y a oscuras desde
las siete de la noche. Sin duda, un sitio adecuado para que los horrores más
insospechados se agazaparan en cada rincón al acecho de un pobre niño flaco y
solitario.
Cada
noche, antes de conciliar el sueño, ruidos desconocidos se paseaban por el
techo, arañaban las paredes o se deslizaban debajo de mi cama. Sin embargo,
siempre lograba dormirme, ya que mi madre ocupaba el cuarto contiguo y las
habitaciones estaban comunicadas por una puerta interna, siempre abierta. Ella
me protegía de esos extraños ruidos.
Durante
el día la casa era fresca y nos guardaba del intenso sol de mi tierra natal. Yo
pasaba el día en el colegio y estaba regresando a casa hacia las dos de la
tarde. Almorzaba, leía un poco y hacía siesta hasta las 4 de la tarde. Luego me
ponía a hacer las tareas y alrededor de las 5:30 ponía la tele para ver dibujos
animados.
Pero
a las seis de la tarde las sombras se alargaban y empezaban a moverse como si
tuvieran voluntad propia. Mi anciana abuela llamaba a ese momento del día “la
hora gris” y blandía su rosario para espantar a los posibles atacantes
sobrenaturales. Yo empezaba respirar nervioso y me refugiaba el el televisor,
esperando la llegada de mi madre, con un ojo en la pantalla y otro alrededor de
los rincones en penumbra, donde pequeños ojos brillaban fugazmente, burlándose[2] de mi.
Con
mi madre llegaban el calor, la paz y la tranquilidad. Y yo dormía feliz y
despreocupado. El mundo de los sueños era reconfortante, porque allí todo sucede
de acuerdo con las reglas que uno mismo se inventa y no depende de las
atrocidades incontrolables que acechan en cada rincón oculto de la oscura casa.
Sin
embargo, toda esta rutina estaba a punto de alterarse. Aquel lejano jueves se
había prolongado anormalmente quizá unos 15 minutos la llegada de mi mami. Unos
golpes perentorios en la puerta sobresaltaron a mi abuela. Era la esposa del
hermano de mi madre, que vivía con su familia a escasas cinco cuadras de
nosotros. La señora empezó a contarle algo serio a mi abuela, pues
cuchicheaban. La cara de mi abuela era de consternación. Al rato voltearon
ambas a mirarme. -Ay, mijito!- exclamó la tía política. -Vas a tener que
acostumbrarte: tu mami no va a llegar.-
Un
sordo pánico fue enfriando mi pecho hasta convertirse en el más genuino terror
que hubiese sentido hasta ese momento. Toda mi confianza, todo lo que había
dado por sentado hasta ese momento, se derrumbaba. Nadie me explicó que
sucedía. Me pusieron la pijama y sin mayor explicación apagaron la luz de mi
cuarto. Cuando por fin estuve solo, las lágrimas salieron a raudales.
Solo,
a oscuras y desamparado. Una anciana y un niñode ocho años abandonados en esa
casa oscura y terrible, a merced de la maldad humana y de lo sobrenatural. El
primer día que no pude dormir en mi vida; los desconocidos habitantes de la
oscuridad de la casa, indiferentes a ese miedo que crecía rápiamente tan dentro
de mi, iniciaron sus correrías paseándose por el techo, arañando las paredes y
deslizándose por debajo de mi cama.
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