domingo, 13 de octubre de 2024

ESTE MIEDO QUE LLEVO TAN ADENTRO

Abrí los ojos de repente. Mi respiración salía entrecortada, tanto, que no pude ocultar un creciente sollozo incontrolable. Creo tener alrededor de 8 años. Seguro eran más de seis, porque ya nos habíamos mudado desde la casa vieja, pero aún no tenía nueve, pues no había hecho mi primera comunión; quedemos entonces en ocho, sí, no en siete, seguro eran ocho.

Era un niño tímido que me refugiaba en la lectura y en la fantasía. La casa, esa inmensa casa de 30 metros de largo por 10 de ancho, compuesta por tres patios consecutivos, un interminable corredor cubierto de baldosas dispuestas como un tablero de ajedrez,  con 8 habitaciones, aun no lograba despertarme confianza.

Recuerdo que tenía un baño dividido entre el servicio de inododro, propiamente dicho, separado por una pared de una ducha espartana, abierta al cielo, con un desnudo tubo de aleación que escupía sin ninguna clase de filtro, un agua horrorosamente fría, que bajaba directamente de la cordillera y que más que despertarme, me mataba en las mañanas nubladas y somnolientas de mi lejana infancia.

Poseía también una habitación de servicio al puro final, siempre oscura, así fuera a pleno medidodía y a pesar que su entrada quedada a boca de jarro del último patio. Esa habitación me parecía siniestra y trataba de evitarla a toda costa.

Aquella inmensidad de construcción antigua, estaba ocupada en esa época solo por una anciana (mi abuela), alguna señora que esporádicamente nos ayudaba con las tareas del hogar, mi madre, que trabajaba todo el día y yo; como dije, era una construcción oscura, alta, vieja.

Databa del primer tercio del siglo XX y era principalmente de paredes de bahareque. Tenía tres patios abiertos a la inmensidad, donde en las noches de invierno entraban aullando el viento y la lluvia hasta la propia puerta de mi habitación[1] . Mi madre, mi abuela y yo ocupábamos las tres habitaciones más cercanas a la calle. El resto de habitciones, el comedor, la cocina y el cuarto de servicio quedaban completamebte solos y a oscuras desde las siete de la noche. Sin duda, un sitio adecuado para que los horrores más insospechados se agazaparan en cada rincón al acecho de un pobre niño flaco y solitario.

Cada noche, antes de conciliar el sueño, ruidos desconocidos se paseaban por el techo, arañaban las paredes o se deslizaban debajo de mi cama. Sin embargo, siempre lograba dormirme, ya que mi madre ocupaba el cuarto contiguo y las habitaciones estaban comunicadas por una puerta interna, siempre abierta. Ella me protegía de esos extraños ruidos.

Durante el día la casa era fresca y nos guardaba del intenso sol de mi tierra natal. Yo pasaba el día en el colegio y estaba regresando a casa hacia las dos de la tarde. Almorzaba, leía un poco y hacía siesta hasta las 4 de la tarde. Luego me ponía a hacer las tareas y alrededor de las 5:30 ponía la tele para ver dibujos animados.

Pero a las seis de la tarde las sombras se alargaban y empezaban a moverse como si tuvieran voluntad propia. Mi anciana abuela llamaba a ese momento del día “la hora gris” y blandía su rosario para espantar a los posibles atacantes sobrenaturales. Yo empezaba respirar nervioso y me refugiaba el el televisor, esperando la llegada de mi madre, con un ojo en la pantalla y otro alrededor de los rincones en penumbra, donde pequeños ojos brillaban fugazmente, burlándose[2]  de mi.

Con mi madre llegaban el calor, la paz y la tranquilidad. Y yo dormía feliz y despreocupado. El mundo de los sueños era reconfortante, porque allí todo sucede de acuerdo con las reglas que uno mismo se inventa y no depende de las atrocidades incontrolables que acechan en cada rincón oculto de la oscura casa.

Sin embargo, toda esta rutina estaba a punto de alterarse. Aquel lejano jueves se había prolongado anormalmente quizá unos 15 minutos la llegada de mi mami. Unos golpes perentorios en la puerta sobresaltaron a mi abuela. Era la esposa del hermano de mi madre, que vivía con su familia a escasas cinco cuadras de nosotros. La señora empezó a contarle algo serio a mi abuela, pues cuchicheaban. La cara de mi abuela era de consternación. Al rato voltearon ambas a mirarme. -Ay, mijito!- exclamó la tía política. -Vas a tener que acostumbrarte: tu mami no va a llegar.-

Un sordo pánico fue enfriando mi pecho hasta convertirse en el más genuino terror que hubiese sentido hasta ese momento. Toda mi confianza, todo lo que había dado por sentado hasta ese momento, se derrumbaba. Nadie me explicó que sucedía. Me pusieron la pijama y sin mayor explicación apagaron la luz de mi cuarto. Cuando por fin estuve solo, las lágrimas salieron a raudales.

Solo, a oscuras y desamparado. Una anciana y un niñode ocho años abandonados en esa casa oscura y terrible, a merced de la maldad humana y de lo sobrenatural. El primer día que no pude dormir en mi vida; los desconocidos habitantes de la oscuridad de la casa, indiferentes a ese miedo que crecía rápiamente tan dentro de mi, iniciaron sus correrías paseándose por el techo, arañando las paredes y deslizándose por debajo de mi cama.


sábado, 11 de mayo de 2024

En la lengua del Enemigo

Ante todo, debo reconocer que siempre he sido un erudito, un estudioso de la física y de las explicaciones científicas para todos los fenómenos naturales, incluso los más extraños e inverosímiles. 


En el transcurso de mis estudios me he ganado alguna reputación desentrañando engaños y supercherías. Empecé revelando trucos de magia durante mi juventud, ya que, aunque admiraba la prestidigitación, que yo mismo era incapaz de reproducir, desdeñaba que estos charlatanes engañasen a las personas confiadas. Me hice a un canal donde, aun anónimamente, pues no me atrevía a dar la cara, iba deconstruyendo todos los trucos paso a paso. Eso me consiguió mi primer éxito relativo, modesto pero significativo. Luego se me ocurrió que podía aplicar mis conocimientos a otras áreas del engaño humano y continué desenmascarando lectores de tarot e influencers de dietas paleolíticas. Hice de ello una fuente de subsistencia, dada la solidez de mis demostraciones. Entonces empecé a jugar en las grandes ligas. Tenía publicaciones constantes en mis redes sociales, un canal fijo de video en streaming, un podcast semanal e incluso salía ocasionalmente en las mañanas en un programa de variedades matutino del tercer canal en audiencia de mi país. Publiqué un par de libros. La vida me sonreía reconociendo mi talento.

 

Para inicios del año 2020 se me solicitó deconstruir las mentiras del famoso texto supuestamente escrito alrededor del año 730 d. C. por el poeta árabe Abdul Al-Hazred, de Saná (Yemen), de quien se dice que murió a plena luz del día devorado por una bestia invisible. Dicho texto, conocido por el título original de Kitab Al-Azif, también conocido con el más genérico nombre de Νεcρονομιcóν, había sido encomendado para mi estudio por parte de un prestigioso grupo editorial. El libro fue traducido al griego y al latín durante la Edad Media, pero fue suprimido por la Iglesia, aunque se dice que todavía existen algunas copias hasta el día de hoy, escondidas en lugares secretos donde pocos pueden obtenerlas. Dentro de sus páginas, que algunos dicen que estaban encuadernadas en piel humana, Al-Hazred supuestamente escribió sobre los misterios de los Antiguos, entidades monstruosas que viajan bajo nombres como Cthulhu y Yog-Sothoth que gobernaron la tierra en el pasado antiguo y actualmente esperan el momento adecuado para regresar.

 

Yo no creía para nada que el tal libro fuese lo que pretendía ser, una recopilación de rituales y conjuros antiguos. Según la tradición, este libro contenía todos los secretos que el poeta había descubierto durante su largo estudio de las artes oscuras en los páramos de Arabia. Por el contrario, tenía la fuerte intuición de que se trataba del invento de un orate que había querido hacerse famoso con su publicación hacia 1920. Según la leyenda, el libro en cuestión tiene el poder de llevar a la locura o la muerte a aquel que trate de poner en práctica los conjuros que contiene. Por ese motivo fue perseguido, codiciado, repudiado y deseado a lo largo de toda la Edad Media y la Edad Moderna hasta nuestros días. Sin embargo, no son más que susurros, rumores elusivos, ecos silenciosos que no aportan ninguna certeza. Una leyenda construida a partir de relatos y tradiciones orales poco fiables que se remontaban hasta la penumbra del pasado remoto. Pero en concreto, nada.

 

Así que dispuse de la edición original en árabe que se me había proporcionado (supuestamente desaparecida de la faz de la Tierra desde hace siglos, pero ¿Oh, coincidencia! Aquí cuento con una copia fidedigna), idioma que huelga decir, manejo a la perfección. Me retiré a la finca ancestral para estudiarlo en detalle; quise irme completamente solo para evitar ser interrumpido y con el auxilio de mis preciosos lentes progresivos ultramodernos, en su elegante marco dorado, me entregué a la lectura de las fórmulas arcanas. Una primera y rápida aproximación preliminar y posteriormente me enfoqué en los rituales precisos y su descripción. Era menester conseguir algunos materiales, unas cuantas piedras, sal, arena, un incienso y algunos ungüentos. 

 

Bajé al pueblo y me proveí de lo necesario, incluyendo algunas sábanas, calderos, encendedores velas y lo que se me ocurrió podría llegar a hacerme falta, para no tener que regresar en un par de días. Apertrechado con todo lo necesario, me dirigí entonces a la parte de atrás de la finca y dispuse los monolitos como lo preceptúan los cánones descritos en el libro. Hice las marcas y los signos adecuados y encendí los inciensos de acuerdo con lo dispuesto en las precisas instrucciones que allí se refieren. Comparé las instrucciones en árabe original con las del libro que comercialmente se consigue en muchas librerías y constaté la gravedad de algunas traducciones, que llegaban incluso a dar instrucciones contrarias a la pretensión del texto original. La idea de desarrollar todo este mítico conjuro me pareció divertida; seguro me iba a salir un buen capítulo para mi siguiente podcast. Me embriagó en ese momento un aire de peregrina suficiencia y felicidad. Al Norte coloqué la piedra de la Gran Frialdad que dará forma a la Puerta del viento de Invierno, grabando en ella el Signo del Toro de la Tierra. Al sur (a una distancia de cinco pasos a partir de la piedra del Norte) erigí la piedra del Calor Intenso, a través de la cual soplan los vientos de verano, e hice sobre la piedra la marca del León-serpiente. La piedra del aire arremolinado se colocó al Este, donde aparece el primer equinoccio y le grabé el signo de aquel que lleva las aguas. La puerta de los Torrentes Impetuosos la puse para que se abra en el punto occidental más interior (a una distancia de cinco pasos a partir de la piedra del Este), donde el Sol muere en el atardecer y retorna el ciclo de la noche. Adorné la piedra con el Signo del Escorpión cuya cola llega a las estrellas; luego coloqué las siete piedras de aquellos que vagan por los cielos sin los cuatro interiores: en el Norte, allá en la Gran Frialdad, puse la primera piedra de Saturno a una distancia de tres pasos. Una vez hecho esto, procedí a distribuir, colocándolas a distancias iguales de separación, las piedras de Júpiter, Mercurio, Marte, Venus, Sol y Luna, marcando cada una con sus signos correctos. En el centro de la configuración así completada eregí el Altar de los Grandes Antiguos y lo sellé con el símbolo de Yog-Sothoth y los poderosos nombres de Aza-thothoth, Cthulhu, Hastur, Shub-Niggurath y Nyarlathotep.

 

Decidí, ajustado al método científico, ejecutar alguno de los conjuros, paso a paso, grabando con mi móvil, repitiendo las tomas y asegurándome del resultado, convencido como estaba, que iba a demostrar su futilidad. Realicé como primera medida el ritual para invocar a Yog-Sothoth. Ajustado a las pretensiones del texto: ¡Oh Tú que moras en la oscuridad del Vacío Exterior! Acude a la Tierra una vez más, Yo te lo ruego.

¡Oh Tú que habitas más allá de las Esferas del Tiempo! Escucha mi súplica.

(Hice entonces el signo de la Cabeza del Dragón)

¡Oh Tú que eres la Puerta y el Camino! ¡Acude! ¡Tu sirviente te llama!

(Realicé el signo de Kish)

¡BENATIR! ¡CARARKAU! ¡DEDOS! ¡YOG-SOTHOTH! ¡Acudid! ¡Acudid! ¡Pronuncio las palabras, rompo Tus vínculos, el Sello ha sido apartado, pasa a través de la Puerta y penetra en el Mundo; he hecho tu poderoso Signo!

(Hice el Signo de Voor).

Finalmente tracé el Pentagrama de Fuego y pronuncié el encantamiento que supuestamente haría que el Grande se manifestara delante de la Puerta. Por supuesto, nada sucedió. Satisfecho con esta primera aproximación, sonriendo tanto para dentro de mí, como hacia la cámara de mi móvil, dejé de lado el infame texto y bajé a la cava a por una botella de El Enemigo, que guardo para momentos especiales. Entonces fue cuando todo empezó a suceder. 

 

Primero, no me pareció del todo extraño, pero los lentes se resistieron cuando me los quise retirar. Achaqué el pequeño inconveniente al cansancio. Pero un momento después, cuando me senté a disfrutar del mencionado malbec, sentí que las patas de las gafas me apretaban quizá algo más de lo normal detrás de las orejas. Por un segundo me pareció que los finos cristales se transformaban en un par de ojos rojizos de pupilas felinas afiladas. Miré dubitativo la copa, observando como mi rostro se reflejaba en la elegante convexidad del cristal, pigmentando mi fisionomía con el profundo tono rojizo del vino, pero de nuevo ese par de ojos felinos destellaron y enfocaron mi mirada.

 

Empecé a respirar rápido. 

 

Miré hacia los lados y creí ver varios arcos de piedra, a diferentes distancias, amplios arcos megalíticos de apariencia antigua, todos ellos envueltos en brumas que difuminaban sus bordes y ocultaban las formaciones que se adivinaban detrás de ellos, como si de una antigua capital árabe se tratase. Deformes figuras humanoides retorcidas y de largos colmillos se agitaban detrás de los portales mientras alargaban sus mugrientas garras hacia mí. Escuché un sordo pero imponente rugido a mis espaldas. Presa del pánico derramé el preciado vino en mi camisa; las visiones debían estar siendo generadas de alguna manera por mis lentes. Intenté ahora sí con vehemencia retirármelos, pero el maldito objeto cobró vida propia y transformó sus patas en dos garras que me apresaron el cráneo por detrás, mientras las plaquetas se convertían en dos aguijones que, como si de colas de escorpiones se tratase, se dirigían ansiosamente hacia mis pupilas. Intenté gritar, pero de mi garganta reseca no surgió más que un breve hilo asfixiado. Intenté por todos los medios racionalizar lo que estaba viendo, pero la contundencia de las imágenes amenazantes nublaba mi mente. No entendía que podía haber sucedido.

 

Muy tarde me di cuenta de que no había sido lo suficientemente precavido y diligente. En la lectura inicial del texto había pasado por alto, no le había dado mayor relevancia a la advertencia de realizar los ritos de acuerdo con los tiempos y las épocas que deben observarse, Por lo tanto, no había invocado a Yog-Sothot como lo decía el texto: cuando el Sol hubiera entrado en la llameante mansión de Leo y la hora de Lammas estuviera sobre él, sino que por el contrario lo había hecho cuando los fuegos de Beltane brillaban por encima de las colinas y el sol estaba en la segunda mansión. Por lo tanto, en lugar del Antiguo Supremo, era un maligno Djinn el que había respondido a mi llamado y, tras emerger del portal más cercano, se había situado frente a mi.  El Djinn se quedó mirándome extasiado; sus pupilas felinas y rojizas parpadeaban presa de una avidez salvaje. Entonces abrió sus fauces. Su lengua asquerosa e ígnea, lanzada como un anzuelo, se unió vertiginosamente en un lascivo beso maléfico al puente de mis lentes y me arrastró rápida y poderosamente hacia él. Lo último que vi fue el preciado vino desperdiciándose lamentablemente mientras me enredaba sin remedio en la lengua del Enemigo.

 

viernes, 3 de mayo de 2024

AQUEL RETRATO EN LA REPISA

 Aunque era una tarde soleada, lo primero que tendría que haber descrito es el profundo frío que me calaba hasta los huesos. ¿Era realmente frío, o era esa sensación desagradable que se siente cuando una no está del todo a gusto y piensa que cualquier cosa mala le puede pasar? En fin, era una sensación que iniciaba en la nuca, más precisamente en la base de la espina dorsal y que como si de pequeños cristales se tratase, iba bajando por la nuca, punzándome por la espalda y me recorría mis delgados brazos y mis bonitas piernas, vestidas con una faldita de algodón cubierta por estampados de corazoncitos rosados que me encantaba, porque era fresca y me permitía correr y saltar libremente cuando nos íbamos a jugar con mi hermana mayor y mi primito, al que quería como un hermano, ya que éramos prácticamente de la misma edad.

Ese domingo había sido especialmente luminoso. Mi madre había levantado a mis hermanas cuando ya el desayuno estaba listo, y yo la imaginaba como siempre, mimándome y abrazándome, ya que soy la menor de la familia. Mi padre, siempre tímido y distante, queriendo parecer autoritario, me acariciaría el cabello y me daría una pequeña palmada en el cachete izquierdo, redondo y adornado en toda la mitad por un gracioso y pequeño huequito que se acentuaba cuando sonreía en cuanto me viese. Era una mañana perfecta, excepto tal vez, porque mi hermana la mayor (¡Oh!, era mucho mayor que yo, me llevaba como 8 años y ya le estaban creciendo dos protuberancias en el pecho) que era burlona y a veces incluso cruel conmigo, b derramó parte de lai leche en mi asiento, cuando yo todavía me sentía aun tibia tras salir de la cama. Mi otra hermanita, que era tres años mayor que yo, respondió inmediatamente y le derramó a su vez el café sobre el regazo. A punto estaba de iniciarse la pelea, pero un solo grito de mi madre y una mirada con el ceño fruncido por encima de la prensa dominical por parte de mi padre, hicieron que todas inclinásemos la cabeza y se terminara el desayuno sin chistar.

Mi hermano mayor, el primogénito, se levantó en ese momento. Ya tenía edad para salir de fiesta los sábados, aunque no hacía mucho había estrenado ese derecho. Me imagino que mi padre aun no estaba acostumbrado a ver a su hijo crecer, ir de farra y mucho menos imaginárselo tomándose unos tragos, porque justamente eso era lo que él había hecho la noche anterior. Siempre locuaz y dicharachero, esta vez se limitó a saludar con un breve beso en la frente a mi madre mientras le decía -Bendición, amá- y se sentaba presuroso en su puesto, dirigiendo una fugaz mirada a mi padre. Este, sin levantar la vista del periódico se limitó a decir -Los quiero a todos listos para la misa de 10 de la mañana y hoy almorzamos donde Mi Mamá- Lo dijo así, con ambas EMES en mayúscula, como para recalcarnos que era alguna fecha familiar especial. Me pareció tal vez notar que sus ojos estaban húmedos, pero no reparé en ese detalle.

Mi casa era una casa enorme, amplia, con dos patios abiertos al cielo y a los elementos, uno grande que era donde mi hermanita y yo pasábamos todas las tardes jugando y otro atrás, cerca de la cocina y el comedor, donde había incluso un pequeño corral lleno de gallinas. El sol entraba por esos dos enormes patios e iluminaba la casa abundantemente, de modo que nunca hacía demasiado frío. Un contraste completo con la casa de mi abuela paterna.

La abuela vivía a unas cuatro calles de distancia de nosotros, de manera que con alguna frecuencia pasábamos por allá. Recuerdo que hacía poco menos de un año mi hermano mayor había tenido alguna dificultad en el colegio; posiblemente había perdido una materia o tal vez dos. Mi padre enfurecido se había quitado el cinturón para darle una lección y mi hermano salió huyendo como una gacela y corrió y corrió. No se detuvo hasta que estuvo a buen refugio protegido por la sombra de la abuela. Pero estábamos hablando era de la casa. A pesar de quedar en el mismo barrio y de tener un estilo muy parecido, mientras la nuestra era amplia, iluminada y soleada, la de la abuela era alta pero estrecha, adusta, lúgubre y básicamente fría. No sé si eso se debía a que la entrada consistía en un zaguán muy alto, estrecho y oscuro, lo que de entrada daba la sensación de lobreguez a la casa, o el miedo intrínseco que yo sentía cada que entraba en ella. Era un miedo que tal vez me lo provocaba un viento que entraba zumbando por el mencionado zaguán, cada que se abría la puerta. O el retrato ese de la Tía Enriqueta.

Porque por lo demás la casa tenía a su vez no dos, sino tres patios abiertos, tal vez no tan amplios como los de nuestra casa, pero en todo caso tres, por los que también entraba la luz. Pero al lado de la casa había un edificio alto y posiblemente por eso la luz no entraba de lleno en las tardes y eso contribuía a la sensación general de frío (y miedo) que me provocaba ese lugar. Solo la calidez de mi abuela, siempre sonriente y llena de amor para con todos sus nietos y la alegría de ver a mi primito, me animaban a ir a ese lugar. Si por mi propia cuenta fuese la decisión, ¡jamás iría por allá! Pero yo no era nada más que la menor de todos. Si hablaba, me mandaban callar rápidamente y mis opiniones ni siquiera eran escuchadas, mucho menos tenidas en cuenta. ¡Solo iba siempre porque me hacía mucha ilusión jugar con mi primito!

En todo caso, estuvimos todos listos un poco antes de las diez; la iglesia quedaba justo en el camino hacia la casa de la abuela. Seguramente me habría quitado la piyama sucia de leche, me habría bañado, arreglado y puesto mi vestido con la faldita de corazones. Iría de la mano de mi hermanita y probablemente no le puse mucha atención al recorrido hasta la iglesia. El padre era un señor muy mayor, creo que era amigo de la familia desde que él era joven. Alguna vez alguien había dicho que había sido seminarista junto con el hermano de mi fallecido abuelo, pero yo no entiendo muy bien que querían decir con eso. Lo cierto es que el Padre hablaba muy despacio y como entre los dientes y yo sentía que me iba a dormir. Me puse a mirar hacia un par de bancas adelante y a la izquierda de nosotros. Había un niño más pequeño que yo, que no hacía más que mirarme. Me entretuve sacándole la lengua. Cada que el niñito ese me miraba de nuevo, le volvía a sacar la lengua. En un momento en que nadie me miraba, con los dos dedos de la mano izquierda me halé hacia abajo los párpados inferiores, mientras que con la mano derecha me estiré la nariz hacia arriba. Torcí los ojos y le hice una mueca horrible. El niño empezó a chillar y el Padre le tuvo que pedir a la mamá que lo sacara de la iglesia mientras yo, muy desentendida del tema, miraba candorosamente hacia el frente. Aun escuché cuando, justo en la puerta de la iglesia, la mamá le zampó un par de nalgadas mientras le decía - ¡Cuidado y chillas más, porque ahí sí te doy de verdad! – Esa frase, según me enteré después de la misa, hizo las delicias de mi hermana la mayor, pues más adelante al salir de la iglesia, le dio un pellizco disimulado en el brazo a mi hermanita y cuando iba a llorar, se la repitió con una salvaje sonrisa en su rostro. Mi padre y mi madre ni siquiera se dieron por enterados.

Finalmente llegamos a la casa de la abuela. No sabía muy bien qué tipo de fecha especial se celebraba, pero eso no me importaba mucho. Como dije, lo primero que tendría que haber descrito es el profundo frío que me calaba hasta los huesos. Entré corriendo directo a la sala, esperando encontrar a mi primito, pero no estaba por ningún lado. Pregunté por el él, pero los grandes se estaban saludando todos y había mucha algarabía y creo que nadie me escuchó. Algo triste me dirigí a la sala y me senté en un rincón alejado. La sala era la primera habitación a la derecha del zaguán, tras entrar a la casa. Era una estancia de paredes altas y techo lejano. Mi tía se había comprado un aparato de televisión, que presidía todo el recinto, por así decirlo. Era un mueble de madera amplio, con varios adornos de cristal y carpeticas de lana tejidas a mano encima. Estaba apagado, solo lo encendían en las noches para ver el noticiero y la telenovela.

Aparte del televisor, la sala era un recinto que me causaba temor. En una de las paredes había un gran cuadro de un Sagrado Corazón de Jesús, pintado a estilo muy naturalista y detallado; el Cristo miraba al frente con un rostro más dulce que severo y una límpida mirada de unos ojos verde penetrantes, por lo cual varias de mis tías lo apodaban El Zarco de Galilea. Aunque el cuadro era benévolo en sí mismo, su tamaño me asustaba; era demasiado grande, era monumental. Pero lo que menos me gustaba de esa sala eran los siguientes dos objetos: por un lado, en la pared adyacente al mencionado Cristo, sobre uno de los asientos grandes, mullidos y forrados de cuero del juego de la sala de mi abuela, donde mi primito se dormía a veces en las tardes mientras veía libros con dibujos de animales y dinosaurios, estaba el retrato de la Tía Enriqueta.  Era otro gran cuadro (o no sé si era una foto) de fondo oscuro, resaltando la figura de la señora, que, en una pose adusta, con las manos recogidas frente al regazo, pero los hombros elevados y la frente erguida, miraba de frente a las personas de la sala de una manera autoritaria. Había escuchado a mi padre contar que la Tía Enriqueta era una altiva dama del siglo XIX; Era hermana de la madre de mi fallecido abuelo paterno. Y yo había escuchado que la dichosa señora no había visto con buenos ojos el matrimonio de mi abuelo con mi abuela. Y la causa de todo esto no era más que el color de la piel de mi abuela; aunque provenía de una de las familias tradicionales de la ciudad, mi abuela era de un tono trigueño oscuro, el cual yo exhibo feliz como herencia en mi propia piel. Yo jamás habría podido entender porque el simple tono de piel de mi abuela habría causado que la tal Tía Enriqueta le llevara ojeriza. En mi familia somos una gran cantidad de primos y los hay de todos los colores y variedades. Desde los rubios y ojiclaros hijos de una de mis tías mayores, hasta los oscuritos hijos del hermano de mi padre que tuvo más de 10 crías. Y todos nos la llevamos super bien entre nosotros, como si fuéramos de una sola camada. Y fijándome bien, la dichosa Tía Enriqueta no es que se vea tan europea; en el retrato de la sala ella vestía un traje tradicional criollo a la usanza del siglo pasado, con un ancho pollerón relleno seguramente con unas pesadas enaguas en capas, una blusa de mangas largas abotonada hasta el cuello con unos sencillos ribetes de adorno en las angostas solapas. Unos aretes que sí develaban la altivez de la señora, grandes y seguramente excesivos para la época, con perlas en los extremos. Y una larga cabellera lacia, canosa ya, tejida en dos trenzas que caían por delante de su pecho, que le darían hoy día más el aspecto de una mujer del campo o de descendencia aborigen del sur del país, que de alguien de alcurnia. Me quedé mirando el retrato y le hice la misma mueca que le había lanzado al chico de la iglesia. Ella se me quedó mirando de frente sin parpadear. Y a medida que yo caminaba alrededor de la sala, pareciera que su mirada me seguía y no se fijaba en nadie más que mí.

El otro objeto que me disgustaba de esa sala era la repisa. En la pared adyacente al aparato de televisión había una ancha cómoda de madera, seguramente heredada de alguno de esos antepasados, quizá hubiera pertenecido a la misma Enriqueta de marras, nunca lo supe. Era un pesado armatoste de madera muy gruesa, con adornos de estilo isabelino en las esquinas, que se prolongaban luego de manera sinuosa hacia las patas delanteras del mueble. Este no era muy alto, a mi edad mi cabeza ya pasaba por encima del mismo, pero sí muy robusto, como si lo hubieran hecho de madera a partir de una secoya o de un roble prehistórico. Me gustaba mucho escuchar esa palabra, prehistórico, que sonaba interesante y erudita, aunque no entiendo muy bien a qué se refiería exactamente mi primito cuando la usaba.

Pues bien, la repisa tenía dos puertas que se cerraban en la mitad y que estaban selladas con un candado de aspecto antiguo. Desconozco por completo el contenido de esta; pero sobre ella, había de nuevo múltiples carpeticas de lana tejidas a mano; según mi padre, tejidas por la tía Amelita. Y sobre cada carpeta, un retrato. Los retratos estaban primorosamente enmarcados en finos marcos de plata algunos, dorados otros. Cada retrato mostraba a un integrante fallecido de la familia, desde el abuelo. Se trataba de fotografías, la gran mayoría en blanco y negro, artísticamente tomadas. Lo que me inquietaba no era la presencia de tantos familiares allí reunidos, todos ausentes ya, sino tal vez el triste tono de la mirada que se podía entrever en todos ellos y que hacía de ese un denominador común. Una colección de gente con mirada triste. Algunos enfocaban su mirada al infinito vacío, pero de vez en cuando parecía que me miraban a mí, que me alzaban una ceja con disimulo, que me señalaban con los ojos la salida de la sala.

Por supuesto no era la primera vez que yo iba a la casa de mi abuela, les mencioné que me encantaba ir allá para poder jugar con mi primito. Pero era la primera vez que me quedaba tanto tiempo en la sala y me fijaba en todas las cosas, especialmente en todos esos retratos, ya que mi primito no estaba y nadie me tomaba en consideración ni me quería explicar qué era lo que pasaba y por qué razón él no había venido aún a jugar conmigo.

Anunciaron que se había servido el almuerzo. Todos se levantaron de la sala y se dirigieron hacia la parte de atrás de la casa. Yo me rezagué sin que nadie se diera cuenta. La verdad era que sentía como cuando un par de ojos están clavados a la espalda de una. Un frío absurdo me empezó a subir desde los pies; era como si unos dedos muy largos y pálidos, o como si unas patas de araña fueran reptando por mis lindas piernas, en busca de mi abdomen. Entonces escuché un ruido proveniente de la sala, pero yo estaba segura de que ya todos habían salido de allí. El corazón me dio un vuelco dentro del pecho, pero a pesar de todo, me dirigí de regreso a la sala. El retrato de mi abuelo se había caído de su sitio. Nunca lo conocí, porque él falleció unos años antes de que yo naciera; mi hermano mayor sí lo conoció y me contaba que era un señor serio, pero que cuando los abrazaba, se notaba que los quería, a todos sus nietos. Me quedé mirando el retrato del abuelo. Sus ojos respiraban tristeza y cuando se fijó en los míos, podría haber jurado que una lágrima se escapaba rozando por sus mejillas. Regresé el marco a su sitio y un retrato me llamó la atención; pero no me pude fijar en ese momento, porque de nuevo tuve esa sensación de una mirada clavada en mi espalda. Lentamente, llena de pánico, me fui dando la vuelta, pero no vi nada. De hecho, sí vi algo, o, mejor dicho, la ausencia de algo.

El marco del retrato de la Tía Enriqueta estaba vacío.

Salí corriendo despavorida gritando y llamando a mi mamá. Como era de esperarse, nadie me escuchó. Todos estaban reunidos en el comedor. Había una gran cantidad de familiares reunidos allí. La abuela estaba en la mitad de todos y lloraba. Los tíos y mi padre la querían consolar. Yo era tan pequeña y no me podía acercar a consentir a mi viejita. Y en eso pasó mi primito a mi lado. Iba llorando con el corazón roto y mi tía trataba de reconfortarlo. Alguien tocó mi hombro.  Me di la vuelta conteniendo la respiración. Una figura alta y sombría me miraba fijamente. Sus ojos amarillos no expresaban ninguna emoción. La dama dirigió su mirada hacia mi abuela y alargándome su mano, me dijo: - Lástima; tienes su mismo tono de piel. –

Sin mediar palabra tomó de mi mano y me llevó de nuevo a la sala. Yo quería quedarme con todos mis familiares, pero la Tía Enriqueta, con una sonrisa inquietante y una boca llena de dientes que me parecían tal vez, muy afilados,  insistió en llevarme de regreso y con mucho cuidado y delicadeza, aunque indudablemente con algo de satisfacción, pensaría yo, me señaló uno de los retratos sobre la repisa. Un fuerte dolor sacudió mis entrañas, seguido posteriormente de la más absoluta y negra oscuridad que alguien haya conocido.

Desde ese día, cada que llega del colegio, mi primito entra a la sala y se fija en aquel retrato en la repisa, con su precioso marco dorado, llorando sin poderse contener, desde el cual yo lo veo sin poderle hablar, pero con mis ojos llenos de insondable nostalgia y mis manos apoyadas en mi faldita de corazones.

lunes, 17 de julio de 2023

NOCTURNO III (2023)

 Eso no estaba en su plan. Ella no quería dejar de mirar. Él no se había dado por enterado. Solo quería sentir la fría luz de la luna acariciando su rostro, descendiendo desde la frente hasta la barbilla, acariciándolo tenuemente, haciéndose desear como una amante esquiva y lejana, como si de una antigua ninfa se tratara; él se imagina a esta luna como debería ser, tal vez como Dione, madre de toda belleza, sin dejar de reconocer que se trata de la mismísima Selene, o como cualquier otro tipo de deidad arcaica. Sabe que ella es antigua, sabia y misteriosa; Isis, Ishtar, Atenea. Entiende que está muy lejos de su esfera, más allá de su humano alcance, sin embargo, no ceja en sus esfuerzos, Desea fervientemente que ella pueda al fin fijarse en su existencia. Él sube siempre a esta colina iluminada para encontrarse con su marmóreo objeto del deseo. Quisiera poderlo dejar todo atrás, poder dejar de respirar el tenue aire del lugar, poder flotar allende las nubes más lejanas, adentrarse en la estratosfera. Poder ponerse frente a su amada, hacer que ella lo mire fijamente y lograr al fin ofrecerle ese lecho de cristal que tanto ha soñado para ella, que ha diseñado en su mente y que ha planeado construir con diamantes extraídos tal vez del núcleo insondable del planeta Júpiter.

 

Cada noche ha trazado su plan, lentamente, año tras año, décadas tal vez, obsesionado con lograr su objetivo. Por ella abandonaría gustoso el mundo. Por su amor él se ha mantenido ajeno a las mujeres que le rodean y que algunas veces han demostrado estar interesadas en él. Pero es en vano, él reconoce que su lugar no está en el mundo físico, prosaico, ese donde la gente trabaja y suda y paga impuestos. Él tiene que estar allí, porque aún no ha podido escapar de esa vida. Pero sabe que hay otras dimensiones en las cuales él tiene un objetivo mayor. Ella tiene que llegar a saber que es la causa de todos sus anhelos, el motor que lo lleva a través de esta absurda vida, de sus cotidianas decepciones, de esas mezquinas frustraciones que provocan en cada persona la ilusión de ser solamente pasajeras, insustanciales, poco determinantes para el curso de los objetivos mayores pero que, trágicamente, a veces suelen ser las que deciden el devenir del futuro. Él ha venido tejiendo un cerco de telaraña invisible fabricado de sueños y suspiros alrededor del camino de Selene. Cada vez ha añadido una nueva hebra en la que ha escrito con gotas de rocío cada uno de sus pensamientos, cada una de las letras de las canciones que le ha dedicado e incluso cada una de las torpes poesías que en su honor ha compuesto desesperado y expectante, mientras su corazón pulsa poseso de un impulso irrefrenable de escapar de su prisión de hueso, músculo, sangre y víscera.

 

Está seguro de que ella ya ha percibido su presencia. Que tal vez incómoda primero, curiosa después, intrigada de pronto, ojalá improbablemente interesada gracias a su persistencia, lo haya mirado desde la distancia. Con algo de suerte ella jamás habrá notado la fina red que él ha venido tejiendo sutilmente a su alrededor y que, en poco, poco tiempo ya, halará súbitamente, deteniéndola en su eterno trasegar celeste, paralizándola en el punto más cercano a su alcance. Entonces podrá tener toda su atención y podrá expresar todo lo que su corazón guarda. Ella podrá leer todos los versos acumulados en el rocío y podrá apreciar su esfuerzo. Y seguramente caerá seducida por su amor, que él sabe será eterno. Pronto llegará el momento de convertir su sueño en realidad.

 

Ella, aquí la tenemos. Esta otra ella, ha estado acostumbrada a vivir en el mundo real. Ella se ha preparado, ha estudiado, se precia de ser una mujer joven, bella e inteligente. Tiene una gran profesión, es reconocida en el país en el que vive. Sus opiniones son comentadas como acertadas, profundas y fruto de la reflexión y la mesura. Fue criada en un hogar estable, llena de estímulos y mimada. Llena de amor por parte de su familia. Una madre responsable, cariñosa y estricta. Unos abuelos tiernos y cálidos. Un padre que le enseñó el respeto y el valor que tiene la mujer en la sociedad moderna. Independiente, segura de sí misma y eficiente. Así le gusta a ella ser percibida. ¡Y qué esfuerzo le ha costado ascender en su profesión manteniéndose alejada de propuestas indecentes y de escándalos mediáticos! Los primeros años habían sido su prueba de fuego, pero los había sorteado exitosamente, logrando salir airosa de las situaciones que se pudieron presentar en el camino; ciertamente había demostrado su valía por sí misma, se labró un sitio propio, donde todos, tanto en el medio laboral, como en el social, la reconocían intachable y llena de virtudes. En la plenitud de su tercera década de vida, podía declararse realizada.

 

Entendía que las relaciones interpersonales eran parte de esta vida, por lo tanto, ha actuado en consecuencia y ha tenido algún par de parejas estables. No cree en el Amor, en ese sentimiento irrefrenable e irracional. Sabe que jamás ha sentido algo así, para ella todo se reduce a biología, ciclo menstrual y feromona. La imagen de ese corazón inflamado por una flecha de Cupido no deja de ser para ella más que una fábula infantil. Por supuesto se siente atraída por algunos hombres, especialmente por el gerente general del medio en que trabaja. Es alto, guapo, soltero, rayando los 50 años. Se mantiene en buena forma física, es atractivo e inteligente. Su cabello es abundante y parece más un modelo que un alto ejecutivo. Por supuesto ella ha hecho la tarea y sabe que no tiene una tendencia sexual que le impida a ella intentar insinuarse. Sólo que existe un inconveniente. El hombre es absolutamente inaccesible. Es cordial, nunca rehúye una conversación, siempre está dispuesto a ayudarla… Pero… Es que hay una especie de barrera sólida entre su presencia diaria en el mundo y su verdadero yo… Ella no sabe cómo explicarlo bien, pero claramente jamás ha logrado obtener una conversación o una interacción que trascienda al ámbito personal. Ha preguntado discretamente por este aspecto de la vida de él, tan sutilmente que nadie ha intuido algún tipo de interés en sus pesquisas. No ha obtenido nada. La vida de él parece suscribirse solamente al aspecto profesional. Su expediente personal está contundentemente en blanco. Ella se ha empeñado en entender esta barrera; para su ser racional es obvio que se debe conocer perfectamente al obstáculo, para poderlo derrumbar. Se ha dedicado el último año a seguir las rutinas de él, a encontrárselo casualmente en los pasillos de la empresa, a coincidir en las reuniones ejecutivas y de alguna manera preguntarle por sus cosas, demostrarle su interés, ofrecerle su ayuda. Hasta ahora todo ha sido en vano.

 

Con el transcurso de los meses esa indiferencia, esa lejanía, esa inamovilidad ha despertado en ella otro tipo de sensación. Ella no sabría definir muy bien qué es lo que siente, es una especie de desasosiego, de intranquilidad, ¿ansiedad, tal vez? No lo sabe, no podría describirlo con claridad. Ella solo sabe que esta sensación se ha empezado a colar como una sombra intrusa que en principio fuera solo una pequeña mancha en una esquina recóndita de su ser, pero poco a poco ha ido ocupando más espacios, se ha hecho presente no solo en el día, sino tal vez incluso en las noches. Y esta sombra solo se disipa cuando él está en presencia de ella, cuando ella puede admirar sus ojos, el contorno de sus anchos hombros, cuando puede percibir de lejos la tibieza de su aliento. Ella se niega a aceptar la naturaleza de este sentimiento. Conjetura que posiblemente es una obsesión pueril derivada del hecho de la ausencia de respuesta por parte de él. Aun así, logra percibir que la sombra crece y ocupa cada vez más ámbitos de su vida. Por eso finalmente ha imaginado un plan: en las últimas dos semanas ha planeado una estrategia. Se acercará lenta, pero inexorablemente cada vez más a él, desde el aspecto profesional hará todo lo que esté en sus manos para hacerse imprescindible a sus ojos. Construirá una trinchera intelectual para asegurarse que él no sea capaz de escapar y finalmente tenga que fijarse en realidad en ella, en toda ella. Es un plan perfecto, ella sabe que él solo reacciona en el plano profesional y ha decidió que por allí irá abriendo la brecha que le conduzca exitosa e inexorablemente a ese mundo que él tan bien guarda para sí mismo. Se felicita por haber concebido una estrategia tan perfecta; ella se sabe tan cerebral que incluso en sus sueños nunca pasa nada extraño. Siempre que sueña, está en las calles de la gran ciudad, ocupada con algo de su trabajo. Sus sueños son prosaicos. Son predecibles. Simplemente son tan reales y concretos, como su vida. Ella no podría concebir un sueño donde el onirismo fuera prevalente. Se puso manos a la obra a construir sus trincheras. Su oportunidad llegó en una cena de gala. Él insistió en que ella le acompañara a una función benéfica de la Ópera Nacional. Fue una velada agradable. Ella intuyó la brecha e intentó colarse; sin embargo, él alegó deberes matutinos y se escabulló relativamente temprano. Con todo, ella se fue a su casa a dormir, esperanzada. 

 

Ha llegado el momento. La red esta tejida alrededor de Selene, pero es tan tenue, que un solo descuido haría que se evaporase ingrávida. Debe ser cauteloso.

Exterior. Noche clara. Brisa tenue, pero perceptible le eriza súbitamente los delgados y rubios vellitos que recubren sus brazos. Se trata de un bosque. Desorientada, ella busca una salida, un claro, un escape en el medio de la arboleda. Una luna intensa, blanca, fría, lejana pero anormalmente grande se adivina sobre una colina cercana. Ella decide dirigirse hacia allá, tal vez desde esa relativa altura pueda orientarse mejor, encontrar un paisaje conocido, alguna calle o algún edificio que la reconcilie con el entorno. Hay un sendero, una especie de camino que se dirige directamente a la colina. Es extraño, tiene una suerte de suavidad que ella puede sentir con cada paso. Pequeñas luces brillan entre el césped, llamando su atención. Parecen diminutas fuentes LED que titilan con una especie de ritmo acompasado, todas al tiempo. Mientras asciende por la colina, se hacen más numerosas. Ya casi va a llegar a la cima, solo le queda superar un pequeño recodo marcado en el sendero. El número de lucecitas se ha hecho impresionante. Ella se inclina para observar de cerca. Quisiera tener su móvil en la mano para iluminar estos objetos, pero cae en cuenta que no lo lleva consigo, Recién entonces nota que lleva puesto un primoroso vestido de una sola pieza, vaporoso, con estampados de flores en tonos pastel. No recuerda haberse puesto ese vestido en la mañana, de hecho, le recuerda vagamente al vestidito que se puso para la celebración de 15 años de su hermana mayor, tanto tiempo atrás. Suspira divertida e intenta tocar una de estas luces. Se trata de una pequeña gota. Tiembla intrínsecamente movida por un impulso desconocido y la levanta en la punta de su dedo, contra la luz de la luna. Lo que ve, la llena de asombro. Juraría que hay un poema escrito con minúsculas letras dentro de la gota. Casi puede leer un pequeño fragmento: - luz inalcanzable, anhelo de mi vida, por tenerte un instante, mi corazón ofrendaría. -

Ríe para sí misma, por lo cursi del verso, casi que hubiera esperado encontrar cualquier otra cosa, menos algo tan vulgar y simple. Entonces vislumbra la cima de la colina y lo ve. Su hombre amado está allí. En ese momento es para ella contundentemente claro que esa sombra, esa creciente opresión, esa ansiedad progresiva no es más que Amor. Sí, ese Amor que ella siempre dio por descartado, por inexistente. Lo reconoce de manera contundente, pero es avasallador por sí mismo y se devela innegable. Y luego se fijó en él. Estaba de pie mirando hacia la luna. Parecía que le hablara. Estaba completamente absorto, enajenado, concentrado, mientras al parecer, le declaraba su amor al astro celestial. Parecía no darse por enterado de la presencia de ella. Ella intentó hablarle, pero él no le devolvió la mirada. Gesticulaba y hacía ademanes en el aire, como si quisiera recoger algo. Ella se alejó un poco y se detuvo por un segundo para analizar sus movimientos. Les recordaron a los pescadores artesanales de las ciénagas del norte de su país, cuando están recogiendo las anchas redes que han lanzado al agua. Sus ojos se inundaron de pronto, pues en ese instante supo con certeza por qué razón nadie había entrado a su esfera personal. Ella había logrado abrir una brecha y ahora el dolor le abrumaba. Entendió que su amor era inalcanzable, porque él mismo estaba enamorado de un imposible. Retrocedió y al parecer se enredó con unas fibras hebras, las gotitas se dispersaron agitadamente a su alrededor. El movió las manos desconcertadamente, como cuando al pescador se le rompe la atarraya. Pero a ella, su corazón se le rompió tan solo unos minutos después de haber reconocido y aceptado al Amor.  A pesar de eso, derrotada en el suelo, no quería dejar de mirar. De mirar a su objeto amado. La luna, impasible a los requiebros de los mortales, siguió impávida en su órbita. ¿Detenerse?

Eso no estaba en su plan.

lunes, 12 de junio de 2023

Reflexiones de un soldado al borde la batalla.

 El día había sido sucio, gris, lleno de humo y hollín. Desde antes del amanecer se había iniciado el ataque. Las fuerzas enemigas se encontraban a unos 4,5 km de distancia en el límite de la falda de las lomas que nosotros custodiábamos y un bosque plano que se extendía por más de 15 km a lo largo de la otra orilla del río Bauches, hasta antes de su desembocadura. Éramos un regimiento de soldados jóvenes, de origen campesino en su mayoría. Yo provenía de una pequeña localidad con el intraducible nombre de Kolpokonjo. Mis mejores amigos estaban allí conmigo. Nos habíamos enlistado un año y medio atrás y era nuestra primera participación seria en la Gran Guerra. Nosotros nos habíamos situado desde tres semanas antes cerca a la cima de la loma conocida como KG876, no más que un punto de relieve en una amplia zona del mapa. Pero era un sitio estratégico, pues nos permitía controlar el valle a nuestros pies, desde el sur, a unos 8 km, donde el río describía una curva viniendo desde el oriente y se dirigía al norte, bordeando el ya mencionado bosque que nos separaba de nuestra frontera oriental con la provincia de Mrszlana, hasta el final del mismo, al norte, donde el Bauches confluía con el Phrod. Siendo el Phrod nuestra principal vía de comunicación fluvial hacia el mar, a unos 140 km más al norte, era vital mantener el control del Bauches, navegable y proveniente del territorio de nuestros actuales contendientes. El valle entre nuestro punto estratégico y el río había sido plagado de trincheras y lo habíamos sembrado de minas y trampas de diversa índole a lo largo de las últimas tres semanas, con el fin de cortar el avance de la tropa enemiga por el oriente. Solo les quedaba el norte, hacia la confluencia y el sur, que estaba defendido por tres destacamentos más de los nuestros. Así que estábamos relativamente seguros que no nos atacarían por ese flanco.

Pero lo hicieron.

Una hora antes del amanecer sentimos los primeros silbidos. Los proyectiles enemigos no llegaban hasta nuestra posición, pero crearon una distracción eficaz. Mientras disparábamos hacia el bosque, hacia la neblina incierta en la lejanía, aun en medio de la oscuridad, solamente guiados por el sonido proveniente de sus disparos, conscientes que nuestros propios proyectiles no iban a alcanzarlos, ellos montaron unos puentes portátiles un par de kilómetros más al norte de nuestra posición y fueron avanzando lentamente, cubriendo el enmarañado de trincheras y detonando con anticipación las minas. Fue un ataque desesperado, pero a la vez audaz. Tal vez sabían que, a nuestras espaldas, los refuerzos tardarían al menos dos horas en llegar y especularon con tomar nuestra posición y hacer de KG876 su ventaja.

Nosotros logramos reponernos a la sorpresa inicial. Aun sin haber sufrido bajas nos reagrupamos y nos apertrechamos en la esquina nororiental de KG876. No éramos más de 130 hombres y la munición era limitada. Tras el despilfarro inicial absurdo de nuestra munición de mediano alcance, empezamos a medir cada disparo. La altura nos daba ventaja y aunque las primeras luces del sol podían dar contra nuestra vista, el cielo nublado impidió que nos cegaran los oblicuos rayos. Los morteros alcanzaban ya hasta el valle, pero eran relativamente imprecisos. Las ametralladoras se habían concebido unas décadas antes, principalmente como arma de defensa, pero debíamos administrar la munición para que nos durase unas tres horas. Decidimos distribuirnos en pelotones de alrededor de 13 hombres y cada uno se concentró en un área específica de terreno, no en atacantes individuales.  Sin embargo, después de la primera hora de fuego cruzado, ellos lograron avanzar sus armas y los disparos de obús se acercaron peligrosamente a nuestra posición.  Decidimos entonces enfocar nuestros morteros algo más cerca, con la esperanza de derribar las trincheras y hacer su paso mas difícil. La siguiente hora se empleó en un fuego cruzado, medido, tendiente a desgastar al oponente, pero de alguna manera ineficaz.

 

Ya casi podíamos sentir a los refuerzos empezando a escalar KG876 desde el occidente, cuando el primer impacto desbarató al tercer pelotón, cerca al extremo norte de nuestra posición. Un disparo de mortero dio en el blanco y los primeros 10 hombres de nuestro lado fallecieron al instante. Los otros tres quedaron malheridos. De los pelotones aledaños 10 personas se dedicaron a recoger y socorrer a los heridos. Por suerte, nuestros disparos defensivos lograron inutilizar el cañón con el que nos habían acertado. Se hundió en medio de una nube rojiza de tierra y fuego apenas logramos alcanzarlo. El ruido continuo de las armas impedía escuchar nuestros propios gritos, mucho menos podíamos discernir si habíamos herido o matado algunos de nuestros enemigos, ni podíamos calcular cuantos eran. Nuestra posición en teoría era solo de defensa y no se habían programado vuelos de reconocimiento por parte de nuestra Fuerza Aérea. Los biplanos estaban destinados al frente sur, a más de 600 km de distancia.

Con toda esa especulación encima, mal podíamos calcular como continuar midiendo nuestra munición, o en donde enfocar nuestra defensa. Nos reunimos los comandantes de los 5 pelotones nororientales y centrales y estábamos discutiendo la mejor estrategia posible, cuando de la nada un rugido atronador nos dejó cegados. Recuerdo haber más que escuchado, sentido una onda física que me levantó del piso y me envió varios metros de distancia hacia el occidente. Veía una nube marrón alrededor de mis ojos. No me sentía capaz de escuchar nada. Unos momentos después un fuerte pito de frecuencia alta inundó mis oídos en un crescendo descomunal. No podía levantarme, no podía moverme. Sé que podía respirar, únicamente el aire entrando en mi cuerpo me indicaba que aun estaba vivo. No sentía ningún dolor, no sabía dónde estaba mi cuerpo.

De pronto empecé a sentir una pulsación, primero leve, luego más fuerte, cada vez más y más presente, en mi pierna derecha. No podía sentir adecuadamente el pie. Entonces empezó a doler. El dolor subió rápidamente a través de mi rodilla y de mi muslo derecho, la pulsación se acompañaba de picos cada vez más agudos de dolor. Creí perder el conocimiento. Pienso que estaba gritando, pero no podía oír mi propia voz.  De alguna manera pude percibir que alguien me agarraba de las axilas, mientras alguien más introducía lo que me parecieron unos palos, por debajo de mis caderas. Después de eso, solo oscuridad. Y el omnipresente pito cubriéndolo todo con su rojo manto de ondas inaguantables.

Desperté, no supe si solo unos minutos, o tal vez, muchas horas después. El sol ya estaba a nuestras espaldas, descendiendo hacia nuestro territorio. Las explosiones habían cesado. Todo estaba cubierto por una densa capa de hollín, mezclada con el marrón polvo de la tierra levantada desde las entrañas de KG876 por los incontables impactos que sufrimos en los últimos 15 minutos del asedio. Intenté levantarme. EL dolor de mi cuerpo era universal. La cabeza retumbaba, mi rostro me ardía. Entiendo que podía ver, pero aun escuchaba de fondo el pitido, más suave, pero continuo, perenne, presente, inmutable. Respirar me quemaba la vía aérea. El tórax me indicaba que debía tener un par de costillas rotas. Pero mi pierna derecha, ¡Oh! Nunca en mi vida había sentido esa cantidad de dolor. Intuí, aun antes de palpar, un torniquete improvisado alrededor de mi muslo y de alguna manera supe que había perdido un trozo significativo de mi extremidad inferior. Empecé por primera vez en mi vida a vislumbrar el abismo de horror que se iba a extender ante mí.

Entonces un oficial de rango superior se me acercó. Su cara sucia, pero orgullosa, quería transmitir alguna suerte de mensaje de confianza, de victoria. Me hablaba rápida y contundentemente. Sin embargo, yo solo podía escuchar el pito, continuo, constante, ocupando todo mi cráneo, ineludible, inexplicable, sofocante, aplastante, ruin y desesperante.

Entendí que de la manera más improbable habíamos logrado sostener la posición de KG876 para nuestro control. Medianamente logré incorporarme. El espectáculo que se desplegó ante mis ojos es, a este punto de mi vida, tanto tiempo después de los hechos, insostenible, imposible de describir. Todo el sector nororiental, la posición de nuestros 5 pelotones, había desaparecido. Un gran agujero dejaba ver parte del valle, donde unas horas antes había habido una aparentemente sólida montaña. Pude ver muchos detritos rojizos e informes desperdigados por el resto de la explanada. Solo un tiempo después pude entender que en realidad no eran detritos de la montaña; se trataba de los restos de la mayoría de mis compañeros y camaradas. De 130 soldados que defendíamos la posición, solo 50 sobrevivimos y de esos, la mitad murió después. Los que quedamos, todos lisiados de por vida. Eso solo lo pude saber un par de semanas más tarde.  Los refuerzos lograron coronar la cumbre de KG876 desde el occidente justo cuando estaban a punto de masacrarnos a los pocos sobrevivientes. El humo jugó a nuestro favor y ellos no vieron como los nuestros se distribuyeron hábilmente, contraatacaron y los hicieron retroceder hasta el sitio donde se había perdido la punta del cerro. Posteriormente los lograron rodear y de nuevo desde la posición más alta y privilegiada, acabaron con todo el contingente en una lucha que se prolongó por 5 horas adicionales. Así que yo había permanecido inconsciente algo así como 6 horas. Intenté hablar, pero mis ojos se llenaron de lágrimas al descubrir un trozo, como podría alguna vez olvidarlo, la cabeza, el brazo derecho y medio torso únicamente, de Milan, uno de mis compañeros y quizá mejor amigo en esta horrible desventura. Estaba a escasos 5 metros de donde yo yacía. Su mirada, abierta, fija en el infinito, enmarcada en una cara de sorpresa genuina. Perdió la vida en la misma explosión que acaso pudo acabar con la mía.

No podía entender, no podía aceptar, por qué razón yo seguía respirando, mientras me daba cuenta que todo mi grupo, mis amigos, algunos de ellos aldeanos conocidos míos desde la infancia, vecinos, hijos de los buenos amigos de mis padres, ya no estaban; habían desaparecido en un instante. Y todo por cuenta de un conflicto que, ya sentados a analizar, ninguno de nosotros comprendía. ¡Es por la Gloria, por la Patria! Nos habían dicho. Qué vacías me parecían ahora esas arengas, esas proclamas que nos llamaban a defender lo más sagrado. Pero para mí, lo más sagrado ya simplemente no estaba, no existía más: todos mis conocidos habían muerto.

¿Y a cuento de qué, por todos los Cielos, se había iniciado esta Gran Guerra? Nosotros en Kolpokonjo, nuestra aldea natal como ya expliqué, habíamos sido felices por generaciones enteras, cultivando la tierra, labrando el campo, criando vacas y cabras, reproduciéndonos con primas lejanas. Nada teníamos que ver con intereses económicos o transnacionales, ni con el riesgo comunista, ni con el riesgo capitalista, ni con el Imperio Austro-Húngaro. Mi tatarabuelo tal vez se había involucrado en sus años mozos en alguna escaramuza intrascendete contra los Otomanos, pero hasta ahí.

Entonces me quedé mirando los cambiantes tonos del atardecer, desde el azul transparente y fresco muy por arriba por el polvo y el humo de la batalla, hasta el glorioso naranja brillante del sol rozando el horizonte. En ese preciso instante sentí como si el Universo, la vida o algún tipo de deidad cínica quisiera restregarme en el rostro toda esa belleza, como queriendo darme a entender que el dolor, la tristeza y la depresión que estaban empezando a invadir mi alma y que me acompañarían por el resto de mis días no tenían, de hecho, el más mínimo valor.

Y allí terminó todo. Tras una larga convalecencia me dieron una silla de ruedas primitiva, me condecoraron como héroe de guerra junto con otros 25. Los otros 24 compañeros, malheridos, fueron falleciendo en el transcurso de los días y semanas posteriores al ataque. Me asignaron una pensión modesta, que eventualmente hace 5 años inexplicablemente dejé de recibir. Regresé a Kolpokonjo sin una pierna, sin el sentido del oído, pero con un pitido persistente dentro de mi cabeza, que aun hoy en día me acompaña. Regresé inepto para cultivar la tierra, labrar el campo, criar vacas y cabras y ni hablar de reproducirme con alguna prima lejana. Mis padres murieron en la pobreza, tuve que ceder mi parcela, ya que no tengo hermanos y dedicarme a malvivir de la caridad de los pocos que quedan en este pueblo.

Ahora veo que se están preparando para una nueva guerra. Ojalá no llegue hasta nuestro territorio. O que llegue y me propicie un rápido descanso. No creo que pase nada. Nuestro pueblo es eslavo, pero casi todos los que quedamos somos judíos. No pienso que se metan con nosotros, que nada tenemos que ver con la economía transnacional, con la amenaza del comunismo ni la del capitalismo. Solo espero descansar de este horrible pitido, que no me deja dormir, que me enloquece y que me hace olvidar que alguna vez el mundo fue hermoso.  

FIN

miércoles, 21 de abril de 2021

INVASIÓN

Regresaba a casa de un viaje. Había sido uno de esos congresos a los que con tanta asiduidad asistía a comienzo de la década de los 10s, pero con los años se había venido enfriando el entusiasmo. Poco después descubrí que el secreto consistía en no asistir todos los años, pues siempre parecía recoger uno la misma información; en cambio, asistir cada dos o tres años te brindaba una perspectiva nueva acerca del avance de los conocimientos. Este congreso en particular había sido menos aburridor que los últimos; probablemente también había ayudado el hecho que se desarrollaba en una ciudad en la cual yo no había estado nunca. La emoción de un nuevo destino, conocer de primera mano una cultura diferente, un idioma incomprensible y una gastronomía exótica hacía de la experiencia global algo mucho más satisfactorio. Hasta por eso podría ser posible que los temas de las conferencias se me hubieran antojado más innovadores y actualizados en comparación con los años anteriores.

Acerca de todos estos temas venía cavilando, con la mirada perdida en la nada a través de la pequeña ventanilla del avión. Este se aproximaba a tierra recta y decididamente; el atardecer se antojaba glorioso y la atmósfera se palpaba tranquila. Entonces me salí de la abstracción y miré hacia la bóveda celeste, para disfrutar los colores del atardecer desde la altura. Disfruto extasiándome a la vista de los arreboles desde el nivel de los cúmulos. Fue en ese preciso instante, tal vez un rayo último de sol se reflejó en el extraño metal, o tal vez el movimiento alertó mi sentido visual; de lo que estoy absolutamente seguro, es que lo vi antes que nadie. Luces alineadas en formación geométrica perfecta, que emanaban mosaicos holográficos a partir de estructuras de apariencia metálica y manufactura completamente desconocida y no asimilable a nada familiar. Sentí por un instante que el corazón se detenía en un punto intermedio hacia el final de la sístole. La imagen era absolutamente surreal. No encajaba en nada conocido. Prendí el celular, con las manos temblorosas. Capté la imagen increíble en video; deseaba con vehemencia repartirla inmediatamente a la amplia red global, la sensación de vacío en mi estómago era un claro indicador de la premura con la que se debía actuar. Aún no había señal disponible. Minutos angustiosos. Tres puntitos que progresaban y desaparecían en la pantalla del móvil. Una y otra vez. La señal llega casi simultáneamente con el aterrizaje. ¡Vamos, carga rápido! La ruedita de espera empieza a girar pacientemente, aumentando mi ansiedad. Finalmente sube por completo. Ahora debería ser el momento de correr; pero no, hay que esperar para bajar del avión. Finalmente se puede acelerar por los pasillos interminables. Mi familia estaba casi toda esperándome en el pasillo de llegadas internacionales. - ¿Dónde está la abuela? - pregunto - En casa - me responden. - ¡Carajo, vámonos ya! - Por el camino les explico lo que he visto. Logramos llegar a la casa a recoger a la abuela, cuando ya las naves están bajando a una altura escasa.  Ahora podemos verlas en mayor detalle. Son hechas aparentemente de un metal bruñido y brillante. Casi no tienen detalles externos. Su forma recuerda a un cigarro alargado o tal vez, a algunos de esos antiguos zeppelines del primer tercio del siglo XX. No se les ven motores o aparatos propulsores. En lo que debe ser el frente todas llevan una luz, aunque cada una la ostenta de un color diferente. Las luces son brillantes y cada una titila en una frecuencia perceptiblemente diferente a las otras. Pero lo más asombroso en sí mismo no son las naves. Es que todo el conjunto es completamente inverosímil. En el cielo se pintan grandes hologramas brillantes y multicolores, que representan figuras y personajes mundialmente familiares: Mickey Mouse, Sailor Moon, el Perro Tony.

Las figuras se mueven en el cielo, miran hacia el conjunto de nosotros (la ciudad) y sonríen. Danzan coreografías alegres. Sin embargo, un zumbido sordo que se siente en el fondo del tórax, más que escucharse, se distribuye por todo el ambiente. Las imágenes parecen ser festivas, pero esta vibración no concuerda con esa alegría. Las personas se bajan de los autos alborozadas y siguen con emoción la danza de los hologramas. Solo yo sé que son distractores, ellos no vienen con buenas intenciones. Mi plan es huir hacia la Sierra del Cocuy, lo más lejos posible, ganar tiempo para poder pensar. Esconderme lejos, digo yo, donde al menos no lleguen de entrada. Mi lógica es sencilla, ellos atacaran primero las grandes urbes, como en la Guerra de los Mundos de H.G Wells. Desde que leí el libro en mi temprana adolescencia tuve la premonición que esto no era solo una lectura de ficción; era una premonición, una clara profecía, una narración exacta de algo que inevitablemente habría de suceder. Por fin llegamos a casa; afortunadamente vivimos hacia la salida norte de la ciudad; desde aquí será fácil tomar carretera antes que el caos reine. Subo hasta el apartamento como una exhalación. Recojo a la abuelita y al llegar con ella de regreso hasta el carro, Santi se ha evadido (tiene como 8 años) porque quiere ver a Mickey en el cielo con las estrellas. Muerto de la angustia le digo a mi esposa que vaya saliendo, que la alcanzo en la Estación de Gasolina a dos cuadras de ahí. Ella arranca con un estruendo de llantas dejando solo el rastro del aroma a caucho quemado.

No ha terminado de cruzar en la esquina cuando un estruendo aterrador, como de rugir de volcán primitivo en erupción llena todos los espacios del mundo. ¡Santi está solo! A toda carrera devoro los 5 pisos de subida hasta el apartamento y encuentro a Santiago llorando aterrado, asustado por el bramido previo, escondido en el closet. No alcanzamos a bajar las escaleras, soy plenamente consciente que los otros han aterrizado ya. Se escuchan gritos allá abajo; poco a poco asciende un hedor a cuero quemado que me asusta hasta la irracionalidad. Quiero gritar del terror, pero Santi se aprieta duro a mi costado y me trae de regreso. Debo pensar rápido. Subo de nuevo con una idea diferente en mi cerebro.

Huimos por el techo. Por las tejas podemos llegar hasta el otro lado del conjunto, donde aún todo se encuentra en silencio. Hay unas escaleras de emergencia, peligrosas porque quedan expuestas en la pared externa del edificio, pero es mi única oportunidad. Le digo a mi hijo que se suba a mis espaldas y se aferre lo más fuerte posible. ¡Que locura! No puedo respirar y mis manos no sienten el frío hierro al que se adhieren. Descendemos en el extremo opuesto del conjunto. Todo parece estar tranquilo aquí. Las luces multicolores se ven del otro lado, humo y rayos amenazadores se adivinan detrás de la silueta de los edificios. Atravesamos la zona verde protegidos por los árboles y saltamos la cerca trasera. Afortunadamente esto nos corta más de la mitad del camino hacia la estación de gasolina. Al salir hacia la autopista vislumbro nuestro carro. Agito los brazos mientras me dirigo en su dirección. Nos encontramos todos. Logramos escapar. La salida hacia el norte evidentemente está despejada. Acelero a fondo. Por el retrovisor se observa la dantesca escena que poco a poco se va alejando. El mundo está hecho un caos. Humo, explosiones, rayos violetas cubren el cielo. Es evidente que vienen por nosotros. Nos han tomado por sorpresa.

Mientras llegamos al Cocuy lo voy planeando todo. El camino ha estado completamente solo. Me he calmado. He tenido tiempo de planear muchas cosas con cabeza fría. ¿Por qué en el Cocuy? Es evidente. He estado obsesionado con esta invasión desde mi infancia. He llevado una vida oculta en la que he investigado, me he preparado, he tenido tiempo para organizarme. Tenemos un búnker allá en la sierra, con provisiones para muchos meses. Cada cierto tiempo voy hasta allá, actualizo los víveres, reviso los equipos. Se esconde bajo un cobertizo anexo a la casa de la finca de descanso que nos pertenece, rústica, primaria, baja de perfil, que una pareja de campesinos cuida para mí hace dos décadas. Siempre que vamos, mis hijos se divierten alimentando a las gallinas, la abuela es feliz con el paisaje, mi esposa descansa. Solo yo sigo trabajando en mi búnker, aunque mi esposa se burla ocasionalmente de mí. Hoy cobra valor mi previsión. Ya vamos llegando, he manejado casi toda la noche, falta poco para amanecer. Me aterra pensar que pueda mirar hacia atrás y ver que sus naves me han dado alcance. Sudo frío ante esta posibilidad.

Debo dejar a mi familia a resguardo. Y debo regresar. Yo sé lo necesario para tomarlos por sorpresa, así como hicieron esta noche con nosotros y derrotarlos. Yo conozco su punto débil. Todo está servido para la aventura más épica de mi vida. Lo he esperado siempre. Entonces despierto. Sonrío. Se que este es uno de esos sueños que se viven por capítulos. Mañana será otra noche.


lunes, 12 de abril de 2021

Ruta Nacional 45-A

Era el año de la pandemia. Esta había tomado a todo el mundo por sorpresa;  había paralizado y puesto en jaque a la humanidad. Adolfo no se dejaba arredrar por este suceso, que consideraba solamente una vicisitud más, un tropiezo, otra pequeña piedra en el camino. Había seguido trabajando de manera normal, ya que para fortuna suya (o desgracia, nunca se sabe), pertenecía al personal de primera línea. Su gran amigo y colega Omar tenía un caso difícil para ser manejado en Bucaramanga. De manera que fue necesario tramitar los permisos para trasladarse desde Bogotá. Omar era organizado y responsable, no tanto así Adolfo, que gustaba dejar algunos aspectos de la vida al azar. El hecho es que no lo detuvieron en todo el camino, a pesar de que había siete retenes a lo largo de la ruta. Adolfo pensaba que este año bien podía pasar a la historia como aquel en el que no hubo trancones.

La cirugía fue todo un éxito y tres días después Adolfo planeó su regreso a la capital. Ciertamente llevaba algunos años operando en equipo con Omar, pero siempre había viajado en avión; ahora debido a las circunstancias, hubo de hacerlo por tierra, Sin embargo, Adolfo estaba satisfecho: le gustaba conducir por las carreteras del país y más en estas circunstancias, casi sin otros carros y ciertamente con muy pocos camiones. Así que se tomó la partida relajadamente y tras un delicioso y muy conversado almuerzo, se despidió de Omar a las 3 de la tarde.

Era un día glorioso de mediados de junio y el cielo se encontraba despejado, mostrando un panorama de azul intenso atravesado por los rayos brillantísimos de un delirante sol estival. Adolfo suspiró feliz, encendió su automóvil y salió al ritmo de su música preferida y con un buen pertrecho de sándwiches, agua, gaseosas y diversos paquetes de comida chatarra. Solamente había conducido esa carretera por primera vez tres días atrás, viniendo a cumplir su obligación. Pero se consideraba a sí mismo un buen conductor y llevaba la aplicación de navegación encendida en su móvil:  - 7 horas 15 minutos a destino – había dicho. Alcanzaría a llegar a ver a su esposa y a charlar un poco con sus dos hijos, que lo esperarían despierto, siempre que viajaba lo hacían; era ya una tradición familiar.

Subió Pescadero con el automóvil veloz y el ánimo ligero, cantando a voz en cuello las canciones favoritas de su lista predeterminada. Diez minutos después de dejar atrás la entrada del Parque Nacional del Chicamocha empezó a llover. El panorama se oscureció con unos nubarrones grises que no se sabía muy bien de donde habían salido. Sin embargo, la lluvia estaba solamente allá afuera y el corazón de Adolfo saltaba alegremente, animado por las melodías que lo llevaban de regreso a sus años dorados.

Escampó justo antes de que atardeciera y el sol filtrando sus últimos rayos por entre el resto de los nubarrones antes de ocultarse bajo las montañas allende el oeste fue para Adolfo como una epifanía: quería aprovechar el resto de su vida para recorrer este hermoso país en carretera con su familia. El paisaje cambió rápidamente desde un degradé de grises al negro más oscuro. Miró el sistema de posicionamiento. Le restaban tres horas de camino más. La Ruta Nacional 45-A discurría todavía por Santander, en un altiplano lleno de curvas y picos filudos que se sucedían uno detrás del otro hasta donde alcanzaba la vista. Adolfo se adormiló un segundo y despertó justo a tiempo para esquivar una curva cerrada. Sintió el corazón salírsele del pecho. Continuó manejando sin detenerse. Luego fue presa de un cansancio supremo. Dolor muscular total. La Ruta seguía describiendo sus meandros sin cambiar para nada. Solo las luces del auto rompían tímidamente la oscuridad alucinante.

Media hora después Adolfo divisó un automóvil salido de la carretera, aparentemente estrellado contra un árbol. Aun humeaba desde el motor retorcido. Un frío estremecedor sacudió la espina de Adolfo desde la base hasta la unión con el cerebro. – Pobre hombre – pensó. Era evidente que el conductor no podía haber sobrevivido al golpe. Adolfo pudo casi que sentir el impacto físico en su propio cuerpo. No había nadie aún en el sitio del accidente. Su primera reacción fue llamar a emergencias. El móvil no daba tono. Quiso verificar en el sistema de posicionamiento la ubicación para dar aviso más adelante, cuando la señal se restableciera. El programa no señalaba el punto preciso en el mapa, pero decía misteriosamente que, tercamente y a pesar de la distancia recorrida, todavía faltaban tres horas para llegar a casa.

Resopló malgeniado y ajustó un poco más el pie sobre el acelerador. Curvas y curvas. Oscuridad. Cansancio progresivo. Los ojos se le cerraban. Picaban. Le ardían e intuía que se estaban enrojeciendo, resecando, desgastando por el cansancio. Tal vez empezada a preocuparse. Sorpresivamente divisó a lo lejos otro auto estrellado. – Caramba que esta Ruta es peligrosa – Se dijo un poco alarmado y decidió pasar de largo. Tal vez estaba un poco más oscuro.

La Ruta ahora semejaba ahora el recorrido de un laberinto sin fin y ya no podía distinguir el horizonte; no era posible para Adolfo adivinar siquiera los picos de las montañas recortándose contra el azul estrellado, impenetrable a su vista. Solo el sonido del motor acelerando lo mantenía con los ojos abiertos. La música había cesado sus melodías algún tiempo atrás, sin que él lo notara. Solo fue consciente de su ausencia cuando intentó recordar la última canción que había tarareado. No logró traerla de regreso a su memoria. Miró al frente enfocando al asfalto y este pareció irse estirando hacia el infinito de manera que el auto parecía más retroceder que avanzar.  Con cierta inquietud Adolfo bajó el vidrio de su ventana. No había brisa agitando el ambiente.

Recurrentemente, una nueva curva. Otro auto estrellado. Seguro este accidente ya había sucedido tiempo antes; ya había una ambulancia, una patrulla de la policía de carreteras y un par de curiosos. Se detuvo unos cincuenta metros antes de llegar. – Son demasiados accidentes ya, veré en qué puedo ayudar – pensó. -Y además necesito estirar las piernas- se dijo más como justificándose así mismo el no haberse detenido en los accidentes previos.

Se acercó sigilosamente y un pánico indescriptible se apoderó de su alma al reconocer el modelo de su auto en las latas retorcidas, las familiares letras y números de la matrícula claramente visibles y el cuerpo del conductor, acostado sobre la banca y cubierto con una sábana empapada en sangre. El brazo sobresaliente con el reloj puesto fueron delatores.

Adolfo quiso gritar y entonces comprendió que hacía eones insondables que el aire no llenaba sus pulmones; su corazón no latía en su pecho y sus ilusiones yacían esparcidas irremediablemente rotas sobre la Ruta Nacional 45-A.