Dr Jekyll & Mr. Hyde
(Hipertragedia en dos actos)
Primer acto
El Dr. Fernández era un hombrecillo gris, nervioso, tembloroso. Era como una especie de ratoncito mojado, de esos que uno se encuentra en una esquina, muerto del susto, mirándolo a uno, con esos ojos grandotes, lagrimosos, suplicantes, esperando que uno voltée a mirar a otro lado y les perdone la vida para dejar que salgan corriendo a la siguiente alcantarilla, o por el contrario que les termine la mísera existencia con un único e impulsivo acto de violencia súbita con la extemidad inferior avanzada contra el propio cuerpo.
El Dr. Fernández llega todos los días a las 6+30 a su consultorio, se retira su gabán, gris, todo gris como él mismo, frunce la naricita rosada y chiquita, tiembla todo rapidito y afectado y se dirige a la esquina de la greca, a prepararse un tinto.
Tras el tinto se sienta en su escritorio, enciende su ordenador y registra las citas del día.
El Dr. Fernández es Médico Familiar. En las mañanas atiende su consulta particular, en un consultorio anacrónico, viejo, viejo, viejo, como de los años cincuentas, oxidado, podrido, viejo, feo. La gente sin embargo, va hasta allá, a un edificio que era como Art Decó, como lo último en la moda de hace medio siglo, pero que hoy en día queda en medio de un barrio donde de día venden cucos amarillos y de noche sustancias de cualquier color y con cualquier efecto.
Pero la gente va hasta allá porque aprecia al Dr. Fernández. Porque es bien buena gente, porque sus diagnósticos son bien acertados, porque sus tratamientos funcionan y sobre todo, porque es bien, bien, bien baratero.
El Dr. Fernández se mira al espejo. Su calva cincuen- que vá, casi sesentona, ese bigotico afectado, mojadito, tan nervioso como todo el resto de él, esos ojitos chiquitos y medio bizcoretos, esos lentes gruesos en un marco ridículamente pasado de moda.
El Dr. Fernández nunca se casó. Nunca tuvo el valor de acercarse a las mujeres que le atraían. Y las que lo miraban eran muy poco para él. Pero eso a él no lo trasnocha. El no se deja convulsionar por eso. El no se deja sacar de órbita por un detalle tan trivial como la vida en pareja.
Al Dr. Fernández nada lo desvía de su rutina establecida, de su perfección inédita, de su mundo ideal.
Nada, excepto la tarde de los jueves.
En las tardes de los jueves, la naturaleza exhuberante escondida en cada uno de nosotros, se manifiesta súbitamente desde el interior del Dr. Fernández, como un volcán salvaje a punto de estallar.
Cada día el Dr. Fernández atiende a una treintena de personas que le cuentan sus quejas, le exponen sus problemas, le dicen sus cuitas. El Dr. Fernández los escucha pacientemente. En la inmensa mayoría de las veces la causa no se encuentra en un daño físico del cuerpo de los pacientes, sino en su vida.
Aunque esto lo desagrada profundamente, el Dr. Fernández no cambia la expresión de su rostro, siempre les da largos consejos, siempre les hace psicoterapia, siempre está allí para cuando lo necesiten.
Después del mediodía el Dr. Fernández se va al restaurante de la esquina, pide un corrientazo de $5500 y va trozando la carne en pequeños pedacitos de manera metódica, como cuando trabajaba en el anfiteatro de anatomía, para luego degustarlos como si quisiera sentir el sabor de cada molécula componente del pobre guisado que consume de manera prepaga para aplacar la necesidad proteínica de la la diaria existencia.
Menos los jueves.
En las tardes de los jueves la naturaleza exhuberante del hambre prehistórica le exige al Dr. Fernández no almorzar y guardar sus apetitos para actividades más demandantes.
En las tardes de los jueves el Dr. Fernández se dirige a su apartamento en un histórico edificio del centro de la ciudad que data de los años cincuentas y que curiosamente ha sobrevivido a casi seis décadas de cambios. En los pisos superiores todavía vive gente que tiene trabajos normales y vidas lo mas normales posibles, tratándose del centro de la ciudad.
Se quita su traje formal, se retira las gruesas gafas y se pasa la mano sobre la calva prematura, frente al espejo. Se coloca un gorrito de equipo de baseball anacrónico y gastado. Se pone un pulóver naranja, unos jeans y unas zapatillas. Se guarda una gran cantidad de dinero en el bolsillo y se dirige, no muy lejos de allí, a un conocido lugar.
El Dr. Fernández llega todos los días a las 6+30 a su consultorio, se retira su gabán, gris, todo gris como él mismo, frunce la naricita rosada y chiquita, tiembla todo rapidito y afectado y se dirige a la esquina de la greca, a prepararse un tinto.
Tras el tinto se sienta en su escritorio, enciende su ordenador y registra las citas del día.
El Dr. Fernández es Médico Familiar. En las mañanas atiende su consulta particular, en un consultorio anacrónico, viejo, viejo, viejo, como de los años cincuentas, oxidado, podrido, viejo, feo. La gente sin embargo, va hasta allá, a un edificio que era como Art Decó, como lo último en la moda de hace medio siglo, pero que hoy en día queda en medio de un barrio donde de día venden cucos amarillos y de noche sustancias de cualquier color y con cualquier efecto.
Pero la gente va hasta allá porque aprecia al Dr. Fernández. Porque es bien buena gente, porque sus diagnósticos son bien acertados, porque sus tratamientos funcionan y sobre todo, porque es bien, bien, bien baratero.
El Dr. Fernández se mira al espejo. Su calva cincuen- que vá, casi sesentona, ese bigotico afectado, mojadito, tan nervioso como todo el resto de él, esos ojitos chiquitos y medio bizcoretos, esos lentes gruesos en un marco ridículamente pasado de moda.
El Dr. Fernández nunca se casó. Nunca tuvo el valor de acercarse a las mujeres que le atraían. Y las que lo miraban eran muy poco para él. Pero eso a él no lo trasnocha. El no se deja convulsionar por eso. El no se deja sacar de órbita por un detalle tan trivial como la vida en pareja.
Al Dr. Fernández nada lo desvía de su rutina establecida, de su perfección inédita, de su mundo ideal.
Nada, excepto la tarde de los jueves.
En las tardes de los jueves, la naturaleza exhuberante escondida en cada uno de nosotros, se manifiesta súbitamente desde el interior del Dr. Fernández, como un volcán salvaje a punto de estallar.
Cada día el Dr. Fernández atiende a una treintena de personas que le cuentan sus quejas, le exponen sus problemas, le dicen sus cuitas. El Dr. Fernández los escucha pacientemente. En la inmensa mayoría de las veces la causa no se encuentra en un daño físico del cuerpo de los pacientes, sino en su vida.
Aunque esto lo desagrada profundamente, el Dr. Fernández no cambia la expresión de su rostro, siempre les da largos consejos, siempre les hace psicoterapia, siempre está allí para cuando lo necesiten.
Después del mediodía el Dr. Fernández se va al restaurante de la esquina, pide un corrientazo de $5500 y va trozando la carne en pequeños pedacitos de manera metódica, como cuando trabajaba en el anfiteatro de anatomía, para luego degustarlos como si quisiera sentir el sabor de cada molécula componente del pobre guisado que consume de manera prepaga para aplacar la necesidad proteínica de la la diaria existencia.
Menos los jueves.
En las tardes de los jueves la naturaleza exhuberante del hambre prehistórica le exige al Dr. Fernández no almorzar y guardar sus apetitos para actividades más demandantes.
En las tardes de los jueves el Dr. Fernández se dirige a su apartamento en un histórico edificio del centro de la ciudad que data de los años cincuentas y que curiosamente ha sobrevivido a casi seis décadas de cambios. En los pisos superiores todavía vive gente que tiene trabajos normales y vidas lo mas normales posibles, tratándose del centro de la ciudad.
Se quita su traje formal, se retira las gruesas gafas y se pasa la mano sobre la calva prematura, frente al espejo. Se coloca un gorrito de equipo de baseball anacrónico y gastado. Se pone un pulóver naranja, unos jeans y unas zapatillas. Se guarda una gran cantidad de dinero en el bolsillo y se dirige, no muy lejos de allí, a un conocido lugar.
Interludio
Mariana se levanta y suspira. Mira al techo del sitio donde malduerme. Roto, sucio. Como rota y sucia siente ella su vida.
Quería ser cantante.
Su nombre artístico iba a ser Jude Jenny. Quería un grupo de músicos que se llamara The Bachelors.
Había estudiado en un pueblecito lejos, lejos, en la mitad de los llanos. Pero tenía un vecino que había escapado de la ciudad buscando un sueño hippie perdido en los meandros de los ochentas. El tipo vivía con una mulata y tenía tres muchachitas, una de las cuales había sido amiga de Mariana. Así fue que ella, viviendo tan lejos, conoció la música gringa.
Pedro (el hippie) le enseñó a tocar guitarra y le enseñó a hablar inglés con muy buen acento.
Cuando tuvo edad y valor, Mariana trazó un plan: empezó a trabajar en unas minas cercanas a su pueblo, haciendo de todo, desde minera hasta secretaria. Ahorró dinero y nunca, nunca, nunca, le hizo caso a los muchachos del pueblo. Quería salir.
Un día hizo su maleta, empacó la guitarra que Pedro le había regalado (una cosa mala, viejita, de madera) que lo era todo para ella. Su cariño estaba en las cuerdas de esa guitarrita.
Un buen día lo hizo de un solo golpe. Se fué. Tenía 17 años.
Su sueño iniciaba en la gran Ciudad. Empezaría cantando en los buses. Alguien se conmovería con la dulzura de su voz y sería "descubierta" por un gran productor. Luego llegaría la fama.
Lo que Mariana no sabía era que la gran Ciudad era fría, idifenrente y ruel.. Supremamente cruel.
Su sueño no incluía la angustia del hambre, del frío, de no encontrar donde vivir. Su sueño no incluía ser forzada a consumir drogas y trabajar con su cuerpo. El contacto que le habían recomendado para cuando llegara a la Ciudad era jefe de una red de trata de personas. Le dijo que el y sus socios, de adelante serían sus "jefes" y que por lo tanto, debían probar primero como era que les había salido la nueva "mercancía".
Como en una película Clase B, todos los males le cayeron a Mariana. Tragedia tras tragedia. la juventud se fue rápidamente de su rostro, la esperanza de triunfar dejó de brilar en sus ojos.
Como en una pésima pesadilla, sus "jefes" le habían dado el nombre de trabajo de "Jennifer" para ser usado con los clientes que frecuentaban las interminables noches del burdel.
En este triste mundo, gris, roto y vacío, Mariana había encontrado un tenue consuelo. En el burdel de mala muerte del centro, donde tenía que venderse para que sus "jefes" le dieran, techo, coca y algo de pan, para que no muriera de física hambre, ocasionalmente tenía un pequeño consuelo. Los jueves en la tarde un extraño hombrecillo, algo mayor, le pagaba para estar con ella. Pero no la tocaba. Solo le decía que descansara mientras el hablaba con ella y le contaba alguna historia. Ese hombre iba todos los jueves al burdel, pero solo la había llamado a ella unas cinco ocasiones. Las demás mujeres decían que cuando se las llevaba, se portaba como un macho desenfrenado.
Pero a Mariana nunca la había tocado.
Algo le decía a ella que de alguna manera, era especial para ese hombrecillo, que parecía un ratón asustado. Tal vez, si ella era lo suficcientemente astuta, lograría que el la sacara de ese infierno.
Y ella sentía la premura de hacerlo rápidamente.
Porque hoy era jueves.
Quería ser cantante.
Su nombre artístico iba a ser Jude Jenny. Quería un grupo de músicos que se llamara The Bachelors.
Había estudiado en un pueblecito lejos, lejos, en la mitad de los llanos. Pero tenía un vecino que había escapado de la ciudad buscando un sueño hippie perdido en los meandros de los ochentas. El tipo vivía con una mulata y tenía tres muchachitas, una de las cuales había sido amiga de Mariana. Así fue que ella, viviendo tan lejos, conoció la música gringa.
Pedro (el hippie) le enseñó a tocar guitarra y le enseñó a hablar inglés con muy buen acento.
Cuando tuvo edad y valor, Mariana trazó un plan: empezó a trabajar en unas minas cercanas a su pueblo, haciendo de todo, desde minera hasta secretaria. Ahorró dinero y nunca, nunca, nunca, le hizo caso a los muchachos del pueblo. Quería salir.
Un día hizo su maleta, empacó la guitarra que Pedro le había regalado (una cosa mala, viejita, de madera) que lo era todo para ella. Su cariño estaba en las cuerdas de esa guitarrita.
Un buen día lo hizo de un solo golpe. Se fué. Tenía 17 años.
Su sueño iniciaba en la gran Ciudad. Empezaría cantando en los buses. Alguien se conmovería con la dulzura de su voz y sería "descubierta" por un gran productor. Luego llegaría la fama.
Lo que Mariana no sabía era que la gran Ciudad era fría, idifenrente y ruel.. Supremamente cruel.
Su sueño no incluía la angustia del hambre, del frío, de no encontrar donde vivir. Su sueño no incluía ser forzada a consumir drogas y trabajar con su cuerpo. El contacto que le habían recomendado para cuando llegara a la Ciudad era jefe de una red de trata de personas. Le dijo que el y sus socios, de adelante serían sus "jefes" y que por lo tanto, debían probar primero como era que les había salido la nueva "mercancía".
Como en una película Clase B, todos los males le cayeron a Mariana. Tragedia tras tragedia. la juventud se fue rápidamente de su rostro, la esperanza de triunfar dejó de brilar en sus ojos.
Como en una pésima pesadilla, sus "jefes" le habían dado el nombre de trabajo de "Jennifer" para ser usado con los clientes que frecuentaban las interminables noches del burdel.
En este triste mundo, gris, roto y vacío, Mariana había encontrado un tenue consuelo. En el burdel de mala muerte del centro, donde tenía que venderse para que sus "jefes" le dieran, techo, coca y algo de pan, para que no muriera de física hambre, ocasionalmente tenía un pequeño consuelo. Los jueves en la tarde un extraño hombrecillo, algo mayor, le pagaba para estar con ella. Pero no la tocaba. Solo le decía que descansara mientras el hablaba con ella y le contaba alguna historia. Ese hombre iba todos los jueves al burdel, pero solo la había llamado a ella unas cinco ocasiones. Las demás mujeres decían que cuando se las llevaba, se portaba como un macho desenfrenado.
Pero a Mariana nunca la había tocado.
Algo le decía a ella que de alguna manera, era especial para ese hombrecillo, que parecía un ratón asustado. Tal vez, si ella era lo suficcientemente astuta, lograría que el la sacara de ese infierno.
Y ella sentía la premura de hacerlo rápidamente.
Porque hoy era jueves.
El resto del Interludio
En las tardes de los jueves la exhuberante naturaleza escondida muy en el fondo del ser del Dr. Fernández sale a flote. Le exige no almorzar y guardar sus apetitos para otro tipo de hambres. Siempre ingresa a ese conocido local del centro, no muy lejos de su vivienda, con una gran cantidad de dinero en su chaqueta y da rienda suelta a sus necesidades. Se toma dos o tres botellas de Whisky. El siempre solicita 12 años, pro en realidad nunca ha sabido si lo que le sirven tiene todo ese abolengo, pero lo cierto es que después del tercer trago ese ser oculto sale a flote.
Grita.
Canta.
Baila.
Se convierte en el ser más louaz y extrovertido.
Narra anécdotas, cuenta chistes.
Hasta terminar la primera botella.
Después solicita los servicios especiales del local.
Siempre se va con una, a veces dos de las chicas del local y pasa el resto de la tarde y parte de la noche. Una y media o dos botellas más, hasta saciar todos sus instintos.
Pero desde hace algunos meses ya no lo disfruta tanto. Ha aparecido una tal Jude, Jane, Jenny, el Dr. Fernández no lo recuerda muy bien, que hace que Fernández salga luchando en el medio del Hyde fiestero de los jueves vespertinos.
A veces se la ha llevado. No ha sido capaz de saciarse en ella.
Charlan.
Ella le ha contado su vida. Sus sueños frustrados. Sus esperanzas perdidas.
El ha visto sus alas rotas. Hyde se esconde y Fernández la mira con sus ojitos de ratón asustado.
Así que Hyde lucha por gozar, pero ya Fernández no lo deja.
Una lucha se ha iniciado en su interior, porque Fernández Se ha enamorado y no deja que Hyde goce con June, Jude, Ginny, como se llame.
Y Hyde se muere por saciarse de ella.
Y la lucha interior se incrementa.
Porque hoy es jueves en la tarde. Fernández ve la entrada del local y Hyde se prepara para salir.
Grita.
Canta.
Baila.
Se convierte en el ser más louaz y extrovertido.
Narra anécdotas, cuenta chistes.
Hasta terminar la primera botella.
Después solicita los servicios especiales del local.
Siempre se va con una, a veces dos de las chicas del local y pasa el resto de la tarde y parte de la noche. Una y media o dos botellas más, hasta saciar todos sus instintos.
Pero desde hace algunos meses ya no lo disfruta tanto. Ha aparecido una tal Jude, Jane, Jenny, el Dr. Fernández no lo recuerda muy bien, que hace que Fernández salga luchando en el medio del Hyde fiestero de los jueves vespertinos.
A veces se la ha llevado. No ha sido capaz de saciarse en ella.
Charlan.
Ella le ha contado su vida. Sus sueños frustrados. Sus esperanzas perdidas.
El ha visto sus alas rotas. Hyde se esconde y Fernández la mira con sus ojitos de ratón asustado.
Así que Hyde lucha por gozar, pero ya Fernández no lo deja.
Una lucha se ha iniciado en su interior, porque Fernández Se ha enamorado y no deja que Hyde goce con June, Jude, Ginny, como se llame.
Y Hyde se muere por saciarse de ella.
Y la lucha interior se incrementa.
Porque hoy es jueves en la tarde. Fernández ve la entrada del local y Hyde se prepara para salir.
Segundo acto
Mariana (aka Jude Jenny, aka Jennifer) ve entrar al hombrecito mayor con cara de ratón asustado. Ella no sabe que bajo la apacible superficie del Dr. Fernández, el día de hoy Hyde está dispuesto a no dejarse doblegar.
Fernández se ha enamorado de esta chica delgada y hermosa, con esos ojos gigantes. No ha sido al estilo de Hyde, ha sido Fernández el que inicialmente sintió compasión de esta niña, empezó a pagarle para que descansara, luego se puso a hablar con ella. Descubrió que esta nena de burdel era sorprendentemente madura y estaba inusitadamente instruida para provenir del fondo de... ¿De donde era que ella venía? Bueno, no importa, era sorprendemente culta para su condición.
En vez de entregarse inmediatamente a la pasión desenfrenada de Hyde, Fernández fue cocinándose lentamente en una salmuera intelectual en la que mezclaba la sorprendente cultura de la niña y sus propios deseos y pulsiones internas. En algún lado intuía que esa niña también sentía algo por el, o de pronto quería aprovechar su estado, claramente estable, con algún fin que el no podía entrever. En todo caso, Fernández ha llegado este jueves al local tan suficientemente cocinado, que lo único que desea es encontrarse con Judy, Genny, Jenna, como se llame, para proponerle que se vaya a su casa esta misma noche. Conocedor crónico del modus operandi del local adonde cada jueves de los últimos años, décadas tal vez, siglos no se sabe, ha dejado andar a Hyde a sus anchas, Fernández ha urdido un plan para poderse sonsacar a esta niña. Fernández sueña con lograr una especie de remanso de paz, algo parecido a un hogar, para poder huir de la rutina que aborrece a diario y no cada jueves.
Solo que Hyde no está tan dispuesto a abandonar su lugar en el mundo tan fácilmente.
Hyde está dispuesto a procurarse gran desenfreno y placer esta tarde, precisamente con Jane, Gerta, Yined, como se llame, justo para disuadir a Fernández. Hyde no puede creer que Fernández sea tan idiota como para no percatarse que ella solo quiere aprovecharse de el.
Hyde ha sido feliz. Vive sin preocupaciones, una sola vez a la semana, sin importarle el mundo que vive allende las puertas del localucho del centro que Fernández escogió tanto tiempo atrás.
Fernández ingresa al local. Fernández mira a Mariana a los ojos. Hyde se saborea desnudando a Jude Jenny en su mente. Hyde está preparado para cualquier eventualidad. Así tenga que obligar a Fernández y Jerty, como sea que se llame. ha hecho que Fernández lleve en el bolsillo aquel viejo revólver que compró para defenderse y que nunca ha usado, es un inepto, este Fernández!
Mariana (aka Jude Jenny, aka Jennifer) no logra notar el debate interno tras los ojitos de ratón asustado. Dirige al Dr. Fernández una amplia sonrisa. No deja sin embargo de sentir cierta angustia en el epigastrio, una palpitación tal vez, o un bajonazo en los niveles de droga. "El Jefe" Se aproxima desde el lado de Fernández, algo más rápido que el y le hace señas a Jude Jenny: Necesita dosificarla y probar que la mercancía sigue siendo realmente útil. Ha decidido que hoy debe probar unas dos o tres chicas, Mariana entre ellas.
Fernández intenta decir que es su día especial y que esta es su chica especial.
"El Jefe" solo puede ver los ojitos de ratón asustado. Le vale que este cliente siempre gaste a raudales todas las tardes de los jueves. El viene por lo suyo y es uno de los duros, de los dueños. Es precisamente "El Jefe".
"El Jefe" nunca tuvo tiempo de volver a ver esos ojitos de ratón asustado. Solo alcanzó a sentir el alma saliéndosele por un agujero increíble espontáneamente formado en su espalda. Tal vez alcanzó a escuchar el fuerte estampido detrás de él y de pronto logro percibir el aroma incipiente de la pólvora.
Hyde no se iba a dejar quitar a Gineth, Jessie, como se llame.
Fernández no alcanzó a salir a la superficie a través de los ojos de ratón asustado. La reacción de los guardaespaldas de "El Jefe" no fue tan veloz como para salvar a su patrón, pero si fue lo suficiente como para dejar la mirada de Hyde a mitad del camino, salvaje, indómita, perdida para siempre entre el pecho de Mariana.
Jennifer se quedó quieta, temblando. No pudo llorar por Fernández. Ni siquiera pudo llorar por la guitarra rota de Mariana ni por los sueños eternamente desaparecidos de Jude Jenny.
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