Recogí la caja de los recuerdos de Suzanna junto con unas
pocas cosas más. En medio de la confusión terminé dejando mi tocadiscos en la
casa y los vinilos.
Las niñas no quisieron despedirse; no se los pude
reprochar. Estaba convencido que las cargas terminarían por compensarse a lo
largo del camino.
Las siguientes semanas vagué sin rumbo fijo, no tanto en el
espacio, pues no recuerdo haber salido caso de la habitación donde Carlitos
amablemente me permitió alojarme, sino en mi mente y en mi espíritu, que
andaban sin norte alguno.
Después de unas semanas regresé al trabajo, pero la rutina
y las obligaciones solo fueron cumplidas de manera absolutamente mecánica
durante muchas semanas más.
En un momento dado, el pasar el tiempo había perdido todo
su significado y de esa manera transcurrió un número indeterminado de días
adicionales.
Finalmente, algún día me desperté: era hora de subirse de
nuevo al tren. Arreglé mis cosas, vendí algo de lo que me quedaba, dispuse de
mis ahorros, empaqué un morral y me fui para Italia.
El tren rápido que va de Roma a Florencia no se parece en
nada a aquel tren de Grecia de hace más de tres décadas atrás; en este moderno
tren el movimiento ni se siente. Los vagones no amenazan colapsar y el continuo
movimiento sobre los rieles ya no tiene ese efecto arrullador sobre mí. El aire
circula asépticamente, de manera que no se sienten los olores que mi memoria
guardaba del verano europeo. Los amplios ventanales ofrecen el espectáculo sin
igual de la campiña en pleno fulgor.
Miro la caja, que siempre conservo a mi lado desde que me
fui de la casa; por primera vez en décadas me animo a abrirla, lentamente le
quito la tapa. Un olor extraño, rancio, sale brevemente del interior. Por fin
me asomo adentro de la caja.
¡Vaya sorpresa me llevo!
Los recuerdos de mi vida con Suzanna se han deshecho, están
rotos o dañados, carcomidos por el efecto implacable del óxido dentro de la
caja. Para términos prácticos, la caja está vacía.
No logro contener la emoción encontrada: rabia, pérdida,
tristeza, todo al tiempo. Cierro la caja de un manotazo, haciendo que el metal
suene mucho más de lo normal. Algunas personas me voltean a mirar con aire de
asombro algunos, de reprobación otros.
Una mujer muy elegante, de edad cercana a la mía, supongo
yo, me sostiene la mirada y finalmente dibuja una leve sonrisa en su rostro.
Sin saber como reaccionar a ese gesto, volteó rápidamente a mirar por la
ventana, aunque alcanzo a sentir calor en mis mejillas, que intuyo enrojecidas.
Inesperadamente, al fondo del paisaje, veo los ojos de
Suzanna; sin ningún rastro de asombro me zambullo inmediatamente en ellos de
nuevo, azules, infinitos, divinos, como un pozo de agua fresca y cristalina
donde yo podría nadar de nuevo durante horas enteras.
Su sonrisa me da a entender que debo seguir adelante, debo
seguir en el tren de mi vida, en el verano, en la campiña italiana. Su rostro
poco a poco se va desdibujando, se va evaporando, me va abandonando, esta vez
para siempre.
Agito la mano, despidiéndome del aire. Regreso a mirar al
interior del vagón. La mujer elegante me sonríe de nuevo.
FIN