lunes, 30 de marzo de 2020

LA CAJA (Capítulo 9: El tren)


Recogí la caja de los recuerdos de Suzanna junto con unas pocas cosas más. En medio de la confusión terminé dejando mi tocadiscos en la casa y los vinilos.

Las niñas no quisieron despedirse; no se los pude reprochar. Estaba convencido que las cargas terminarían por compensarse a lo largo del camino.
Las siguientes semanas vagué sin rumbo fijo, no tanto en el espacio, pues no recuerdo haber salido caso de la habitación donde Carlitos amablemente me permitió alojarme, sino en mi mente y en mi espíritu, que andaban sin norte alguno.

Después de unas semanas regresé al trabajo, pero la rutina y las obligaciones solo fueron cumplidas de manera absolutamente mecánica durante muchas semanas más.

En un momento dado, el pasar el tiempo había perdido todo su significado y de esa manera transcurrió un número indeterminado de días adicionales.
Finalmente, algún día me desperté: era hora de subirse de nuevo al tren. Arreglé mis cosas, vendí algo de lo que me quedaba, dispuse de mis ahorros, empaqué un morral y me fui para Italia.

El tren rápido que va de Roma a Florencia no se parece en nada a aquel tren de Grecia de hace más de tres décadas atrás; en este moderno tren el movimiento ni se siente. Los vagones no amenazan colapsar y el continuo movimiento sobre los rieles ya no tiene ese efecto arrullador sobre mí. El aire circula asépticamente, de manera que no se sienten los olores que mi memoria guardaba del verano europeo. Los amplios ventanales ofrecen el espectáculo sin igual de la campiña en pleno fulgor.

Miro la caja, que siempre conservo a mi lado desde que me fui de la casa; por primera vez en décadas me animo a abrirla, lentamente le quito la tapa. Un olor extraño, rancio, sale brevemente del interior. Por fin me asomo adentro de la caja.

¡Vaya sorpresa me llevo!

Los recuerdos de mi vida con Suzanna se han deshecho, están rotos o dañados, carcomidos por el efecto implacable del óxido dentro de la caja. Para términos prácticos, la caja está vacía.

No logro contener la emoción encontrada: rabia, pérdida, tristeza, todo al tiempo. Cierro la caja de un manotazo, haciendo que el metal suene mucho más de lo normal. Algunas personas me voltean a mirar con aire de asombro algunos, de reprobación otros.

Una mujer muy elegante, de edad cercana a la mía, supongo yo, me sostiene la mirada y finalmente dibuja una leve sonrisa en su rostro. Sin saber como reaccionar a ese gesto, volteó rápidamente a mirar por la ventana, aunque alcanzo a sentir calor en mis mejillas, que intuyo enrojecidas.

Inesperadamente, al fondo del paisaje, veo los ojos de Suzanna; sin ningún rastro de asombro me zambullo inmediatamente en ellos de nuevo, azules, infinitos, divinos, como un pozo de agua fresca y cristalina donde yo podría nadar de nuevo durante horas enteras.

Su sonrisa me da a entender que debo seguir adelante, debo seguir en el tren de mi vida, en el verano, en la campiña italiana. Su rostro poco a poco se va desdibujando, se va evaporando, me va abandonando, esta vez para siempre.
Agito la mano, despidiéndome del aire. Regreso a mirar al interior del vagón. La mujer elegante me sonríe de nuevo.
FIN

domingo, 29 de marzo de 2020

LA CAJA (Capítulo 8: La despedida)


Han sido meses difíciles. Desde el momento del diagnóstico veo como Suzanna se deteriora progresivamente.

Primero hemos estado en casa. Lo discutimos a diario; sus padres siguen firmes en su opinión: prefieren el tratamiento, pero la decisión es solamente de ella. Yo hago todo lo posible para que esté cómoda, para darle una vida normal, aparentando que nada pasa. La trato con supina suavidad y delicadeza, incluso hemos seguido teniendo intimidad y ella parece disfrutarlo.

Un buen día se levanta y sin dar mayores explicaciones se declara dispuesta a iniciar el tratamiento. Nunca me aclaró la razón de su cambio de decisión.
El primer ciclo de quimioterapia se lo ha tomado bastante bien, no ha sido tan difícil. Ha durado solamente tres días y lo ha tolerado sin mayores contratiempos. 

El segundo ciclo es en junio. Es el año de 1995. Esta vez ha vomitado como loca. El dolor ha sido insoportable y su cabello se ha caído abundantemente. Se lo hemos terminado de cortar al ras y le han diseñado una peluca muy parecida a su cabello original, aceptable sucedáneo, aunque jamás tan luminoso como en los años en que la conocí.

Durante el tercer ciclo ha dejado de comer; en total ha perdido ya 15 kilos. 
Para el cuarto ciclo he notado que lleva varios meses sin menstruar.

El quinto ciclo es especialmente difícil. Me tomo una licencia de cinco días para estar junto a ella día y noche. No dormimos en todo ese tiempo más de dos horas continuas. Le he recitado de memoria todos los cuentos que me sé; los chistes también. Le he cantado. Le he narrado las últimas películas que fui a ver a cine el fin de semana anterior; es cinéfila y dada su condición no puede ir a los teatros, por lo que me ha suplicado que vaya a ver los estrenos de cartelera y se los cuente.

Le he contado de principio a fin toda la Historia de la Antigüedad, tal como me la sé y desde mi particular punto de vista.

Hago todo esto con el fin de distraer su mente, de tenerla ocupada para que el dolor no ocupe el centro de sus pensamientos, de su vida, de su cuerpo, para que no se instale en el fondo de su alma.

El sexto ciclo es relativamente calmado. Lo siguiente sería hacerle un transplante de médula ósea. Primero deben hacerle unos nuevos exámenes.

El oncólogo se ha reunido con nosotros. Explica que los resultados no son los esperados, que no hay una respuesta adecuada y que la enfermedad sigue su curso como si nada. Propone nuevas quimioterapias y otros medicamentos. 

Suzanna dice que desea parar. Miro su cuerpo delgado con un abdomen desproporcionadamente hinchado. Tengo que aguantar las lágrimas que explotan por salir. Ella no merece todo este sufrimiento. Tomo su mano y ella asiente con un débil gesto. Yo me hundo en un pozo negro y profundo. Añoro la época en que me sumergía en el azul de los ojos de Suzanna. La esperanza se ha despedido de nosotros. 

Unos días después, en casa, encuentro una inusualmente grande caja de galletas danesas que ella me ha regalado la pasada navidad. Limpio la caja y metódicamente empiezo a almacenar en ella los recuerdos de nuestra vida juntos.

Suzanna nos dejó a finales de octubre de ese año. La razón por la cual cambió de decisión y se quiso someter a tratamiento, se ha ido escondida con ella en el fondo de sus entrañas.

Tras los dolorosísimos meses que me toma terminar mi estudio, dejo todo en Suecia y regreso a mi patria solo con mi título y con la caja. El corazón lo he dejado allá, enterrado con lo que pudo haber sido mi vida, un largo futuro con hijos, nietos, una extensa familia y Suzanne a mi lado, tal cual como en las novelas románticas del siglo XIX, o como en los Cuentos de Hadas con los que aprendí a leer.

sábado, 28 de marzo de 2020

LA CAJA (Capítulo 7: Un diálogo triste)


-Así que aquí es donde estabas escondido- dijo Julia al tiempo que se puso las manos en la parte de atrás de la cintura tomando aire, tras subir los tres pisos de la casa.

-No me escondo- le dije- solo estaba buscando algo y de pronto me encontré con la caja de Suzanna.

-Claro, la memoria de Suzanna. Solo eso nos faltaba.

-No es mi culpa, me la encontré de casualidad, ni la estaba buscando; eso no tiene nada que ver con nuestra situación actual.

-Por el contrario, ¡yo diría que tiene todo que ver! Es más, yo pienso que toda tu vida ha gravitado alrededor de ella, de su recuerdo; jamás la superaste.

-Julia -le dije- sabes que no es cierto. Te he amado todos estos años honestamente y mi amor fue sincero. Pero ya no más. No es mi culpa exclusivamente, como tú siempre pretendes endilgármela. No vamos a volver una vez más a lo mismo. Lo lamento, lo siento en el alma, pero el amor simplemente se ha terminado.

-Lindo discurso-contestó- sin embargo ¡yo no he terminado! -su rostro fue tornándose rojo mientras su tono se hacía cada vez más colérico- No te voy a hacer la vida fácil, ¡no pienso perdonarte! ¡Toda tu vida ha sido un completo engaño! Tú nunca me quisiste como yo te quise a ti.
Su tono de voz fue subiendo mientras caminaba de un lado a otro y la rabia se evidenciaba en cada uno de sus gestos.

-Por favor cálmate -le dije bajando la cabeza- no deseo argumentar contigo. Ya hemos pasado por esta conversación muchas veces. Dios sabe que ambos lo intentamos hasta el cansancio, pero por favor si llegamos a discutir una vez más voy a empezar a detestarte.

-No te preocupes, ¡soy yo la que ya te odia! -me gritó completamente fuera de sí- Porque soy yo la que se ha sacrificado todos estos años y tú no me has respetado; te has burlado de mí y de mis hijas. Y sospecho que has salido a escondidas con otras mujeres y has estado gastando dinero a mis espaldas, ¡seguramente con esas desvergonzadas! Sin embargo, debo advertirte una cosa: ¡Voy a vender muy cara nuestra separación!

-Las cosas no son así -intenté replicar, más deprimido que convencido de lograr cambiar su opinión.

- ¡Claro que las cosas son así! -me espetó- ¡Y siempre lo han sido! Tardé años en abrir los ojos, pero ya no vas a engañarme nunca más. Y que no te tome tanto tiempo terminar de recoger tu basura, necesito que te largues de mi casa ¡y por todos los cielos, supera de una maldita vez el tema de Suzanna!

Antes que yo pudiera hacer algo, ella pateó el conjunto de cosas apelmazadas en el rincón; una cantidad de papeles, documentos viejos, fotos desordenadas y claro, la caja, salieron volando hacia el techo. Como en un efecto de cámara lenta, vi todos esos objetos cayendo como la lluvia, con la luz de la mañana sabanera cruzando la habitación y formando sombras asombrosas; sin embargo, no había allí ningún arco iris para alegrar mi alma con la esperanza de una promesa de alivio.

viernes, 27 de marzo de 2020

LA CAJA (Capítulo 6: El día más oscuro)

-Así es, Suzanna- le digo, evitando mirarla a los ojos. -He hablado con todos ellos y el concepto es unánime.

Ella se toma la noticia con relativa calma, diría yo. Voltea a mirar hacia la ventana de la habitación y disimuladamente se seca una lágrima que le baja por la temblorosa mejilla del lado derecho.

El día es tan gris y frío como la oscuridad que siento en el fondo de mi alma. El viento aúlla enloquecido entre los altos edificios del complejo hospitalario, presagiando lluvia o granizo, de pronto incluso una nevada prematura.
Curso el tercer año de mis estudios postgraduados. La carrera artística de Suzanna ha sido tremendamente exitosa: pinta, esculpe, moldea, expone; ya no solo en Suecia o circunscrita a la península escandinava. Hace un mes lo ha hecho en Hayward Gallery, un suceso total.

Al llegar de Londres se ha tomado un tiempo de descanso más prolongado de lo usual. A causa de mis obligaciones académicas y laborales no he reparado en su extrema palidez o en sus ojeras. Tal vez haya perdido peso, pero tampoco me he percatado de ello.

Pero desde hace 4 días sufre unas fiebres inexplicables. Temperaturas de más de 39 grados, sin tos, acompañadas de dolor en todo el cuerpo. Anoche la he encontrado desmayada y la he traído a las urgencias.

La hospitalización, los exámenes, las múltiples jeringas y tubos que le insertan; el ambiente de hospital es completamente desconocido para mí. El diagnóstico implacable. Tiene una leucemia mieloide aguda de mal pronóstico, dado por la asociación con un condroma que le habían tratado con cirugía y radioterapias en su adolescencia temprana y que ella había olvidado por completo. Deben iniciarle quimioterapia de inmediato y aun así, no pueden decir cómo va a evolucionar.

He llamado a sus padres y les he explicado la situación. Han estado completamente de acuerdo con que el tratamiento debe iniciar lo antes posible, pero ella y solo ella es quien debe tomar la decisión.

El silencio que sigue a la transmisión de la noticia es espeso, prolongado, pegajoso y asfixiante. Ha durado tanto tiempo, que mi corazón se ha detenido, se ha enfriado y eventualmente ha vuelto a caminar. Ha sido tan contundente, como el cataclismo que extinguió a los dinosaurios.


Finalmente, ella me ha dicho con la mayor seriedad del mundo: -Yo no quisiera ninguna quimioterapia.   Nos vamos a casa a discutirlo. Tendremos tiempo, te lo prometo.
Un frío oscuro se apodera de mi alma. El más oscuro de todos.

jueves, 26 de marzo de 2020

LA CAJA (Capítulo 5: Intermedio Feliz)

Se iniciaba el último tercio del año de 1996, año que recuerdo especialmente por haberlo pasado aparentemente muy cómodo y disipado; Aun vivía la plenitud de mis 20´s, aunque faltaba poco para subir de piso. Era joven, había completado mis estudios en el exterior y era lo que en esa época denominaban un joven bien preparado. Había conseguido trabajo en una buena empresa y los fines de semana los malgastaba principalmente saliendo de fiesta con mis antiguos amigos del colegio, con mi combo.

Tan solo un año y medio antes había pasado por un día oscuro, tal vez el día más oscuro de mi vida hasta ese momento, pero tras iniciar ese año del 96, parecía como si el año previo se hubiera borrado de mi memoria, como si nunca hubiera existido, como si hubiera pasado por él a través de un sueño profundo y sin recuerdos.

Pero aquel era el año de la felicidad. El dinero que ganaba me permitió comprar lujos que jamás hubiera soñado previamente, viajaba con cierta frecuencia al paradisíaco Caribe, sostenía almuerzos de trabajo en lujosos restaurantes; realmente me sentía como el protagonista de una propaganda de perfume masculino.

Ese viernes quedé con Jaime Díaz y Andrés Arias, dos de mis compañeros de aquella lejana excursión europea de mi adolescencia, para encontrarnos en uno de los bares de moda de la antigua Zona Rosa. Llegamos temprano, antes que el cielo se pintara de arreboles en la efímera temporada seca que precedía el arribo de las lluvias del último tercio del año.
Pedimos una entrada y unas cervezas holandesas, a las que tan afines nos habíamos vuelto en los últimos meses. La música estaba a buen volumen y era una equilibrada mezcla de clásicas con sonidos de moda. El ambiente era el mejor.

Y para completar la escena, en la mesa de al lado había tres mujeres jóvenes, hermosas, despreocupadas y lo mejor de todo, solas. Realmente me parecía un signo propicio para un excelente fin de semana.

-Tres para tres- les dijo Jaime, acercándose temerariamente a una de ellas. -Mis amigos aquí al lado -continuó- qué digo mis amigos, mis hermanos, llevan varios minutos boquiabiertos mirándolas; se preguntan si no querrían ustedes acompañarnos a un trago. Se los pediría yo por mí mismo, pero soy demasiado tímido- concluyó.

Tras dos frases jocosas (o eso pensaba él) adicionales, accedieron a sentarse a nuestra mesa. Nos presentamos. Una de ellas se hizo inmediatamente a mi lado y me traspasó con los ojos más negros y la mirada más intrigante, coqueta, decidida y a la vez prístina que yo hubiera visto jamás.

Era Julia.

Fue instantáneo. Debo reconocer que no fue el enamoramiento electrizante de la adolescencia, ese de las mariposas y los desvaríos melancólicos, pero sí fue un amor más maduro, más depurado de los errores de relaciones previas, más sosegado pero a la vez más profundo.

En octubre nos hicimos novios oficialmente, en diciembre nos fuimos de viaje juntos a recorrer las diferentes ferias del país y en febrero del siguiente año nos comprometimos en una cena íntima con serenata de cuerdas, petición de mano de rodillas y argolla en el fondo de la copa de champaña. Para ese momento ya le había contado absolutamente toda mi vida, lo bueno, lo malo, lo triste y lo perverso.

Durante la boda, Jaime no hacía otra cosa que bromear: -En realidad yo la vi a ella primero- le repetía a todo aquel que le quisiera escuchar la historia de nuevo- pero fui demasiado tímido para invitarla a salir ¡y cuando me puse las pilas, este man ya me la había tumbado! -concluía entre hipos, risas y el siguiente trago de whisky.

Al año nació Cristina y dos años después nació Andrea.

El trabajo iba en aumento y los ingresos también. Después nos compramos el primer apartamento, cerca de donde mi suegra, que contrario a la leyenda tradicional, me quería más a mí que a Julia y si llegaba a discutir con mi flamante esposa, usualmente se ponía de mi parte.

Las niñas crecieron y entraron al colegio y la vida fluía en un remanso de felicidad, como un río cristalino a través de un valle soleado y fértil.

La caja, pacientemente, esperaba en un rincón de mi pasado.

miércoles, 25 de marzo de 2020

LA CAJA (Capítulo 4: Años de luz)

Pensar en el evidente símil del naufragio me llevó a recordar el mar y me encontré de nuevo en ese lejano Santorini, cuando conocí a Suzanna. Pasaron seis años antes que la volviera a ver; sin embargo, nunca dejamos de estar en contacto. Era una época en que saber de la otra persona tomaba casi 6 semanas; el teléfono (aún había que usar SOLO el teléfono fijo de la casa, en mi caso era uno verde con una ruedita para marcar el número y no, no le ponían candado), perdón, me fui por las nubes, las tarifas de telefonía a larga distancia eran prohibitivas para mi presupuesto de estudiante; entonces había que esperar a que las cartas fueran y regresaran.

Ella se había decantado por las artes plásticas, estaba estudiando en su lejana Estocolmo. Yo me había decidido finalmente por una carrera más prosaica, más ¨segura¨; no la amaba, pero tampoco fui infeliz ejerciéndola. Al final aprendí a tenerle cariño. Mi entorno hizo que claudicara a las artes en favor del futuro.

Con el fruto de mi primer año de trabajo profesional me compré un pasaje con fecha de retorno abierta y me fui a visitar a Suzanna.

Fue como volver a ser ese niño de 16 años. Su presencia era la primavera en pleno fulgor. Su cabello era como un refugio para mi rostro y el descanso para mi mirada, prematuramente cansada. Sus labios eran el legendario Néctar de los dioses para mí.

Su mirada se había vuelto de alguna manera más profunda, más sabia. Yo podía zambullirme en sus ojos, como quien se sumerge en un pozo de agua fresca y cristalina y podía nadar allí por horas enteras, sin necesidad de hablar o reír. Y lo mejor de todo es que todos esos sentimientos eran plenamente correspondidos.

Nuestra asidua correspondencia fue abono a lo largo de los años, que hizo florecer un amor puro y verdadero, de esos que solo se leían en las antiguas novelas románticas del siglo XIX.

Aprendí el idioma, presenté las pruebas para homologar mi título y gestioné una beca para estudios de postgrado. Todo tan eficiente como había sido mi vida académica, todo tan prosaico y efectivo como la profesión que había escogido.

Por su parte, Suzanna ya había hecho su primera exposición; podíamos decir que le había ido bien. El futuro nos sonreía.  Decidimos irnos a vivir juntos. Fue completamente espontáneo: llegamos a su casa un día después de cenar en un restaurante del centro histórico de la ciudad y yo ya me iba, pues tenía que madrugar al día siguiente. De pronto me besó y rápidamente subió las escaleras mientras me gritaba que la esperara.

Tras un par de minutos regresó con la vieja Polaroid; graciosamente y sin darme tiempo de protestar se recostó en mi pecho y nuevamente tomó una foto de los dos, solamente una.

-Ya no necesitaremos copias de nuestras fotos. Esta es para recordar el día que decidimos ser felices para siempre. – Me dijo.

Me fui caminando hacia mi pequeño apartamento emocionado. Las lágrimas me empañaban la vista, pero aún así vislumbraba un lejano futuro luminoso, lleno de hijos y nietos, una extensa familia y Suzanne a mi lado, tal cual como en las novelas románticas del siglo XIX, o como en los Cuentos de Hadas con los que aprendí a leer.

martes, 24 de marzo de 2020

LA CAJA (Capítulo 3: Espacios vacíos)



Encontrar a la caja emergiendo entre el desorden me hizo comprender que el naufragio no era el de las cosas  olvidadas, sino el naufragio de mi propia vida.  No pude evitar mirar hacia atrás, hacia los últimos dos años de mi vida, al tiempo que recorría de nuevo la casa hacia arriba y hacia abajo. 

Había espacios vacíos obvios de donde había estado sacando mis cosas durante esta inesperada mudanza y encontraba que cada espacio de estos se correspondía con espacios vacíos dentro de mi propia vida. Miré a Julia. Estaba sentada en el borde de nuestra cama, mirando hacia la inmensidad a través del amplio ventanal, mirando hacia el horizonte enmarcado en las montañas que daban forma a nuestro paisaje. 

Pasé silencioso frente a la puerta de la habitación. Hubiera entrado a preguntarle a ella Y ahora que usaremos para llenar los espacios vacíos donde antes solíamos hablar Cómo debo llenar los lugares finales. Y de nuevo volviendo a la imagen del naufragio es obvio, no es la vida entera la que naufraga, solo es nuestra vida en común, deseaba enfrentarla y preguntarle de nuevo Y ahora con qué debo llenar los espacios vacíos donde las olas de hambre rugen Vamos a salir entre este mar de caras en busca de más éxito o de más reconocimiento Vamos a remediarlo comprando una guitarra nueva o un auto más poderoso Vamos a trabajar toda la noche Vamos a pelear, vamos a dejar las luces encendidas o a lanzarnos bombas o a contraer enfermedades Vamos a enterrar nuestros huesos Vamos a romper la casa Quieres que te envíe flores por teléfono o que me entregue a la bebida Vamos al psiquiatra, renunciemos a la carne Entrenemos personas para que sean nuestras mascotas No durmamos Corramos una carrera de ratas Entrenemos al perro cachorro del vecino Saquemos el dinero del banco, llenemos el tercer piso con él Enterremos el tesoro Almacenemos el ocio Pero resolvamos esto o terminémoslo En ningún momento nos relajemos Ya no nos apoyamos el uno contra el otro

Me quedé mirando a Julia intensamente. No me miró.  
Las preguntas que quería formularle se me hacían conocidas de alguna parte, no supe bien de donde me venía la idea, igual no supe si me la imaginé en el momento o la había leído en algún lado o tal vez se la habría escuchado a algún conocido.

Ella seguía mirando al infinito, al más vacío de todos los espacios, pero me imaginé que miraba más bien al fondo de su alma, al fondo de sus secretos más íntimos, quien sabe si aquel espacio estuviera vacío también.

Bajé al primer piso, donde el espacio normal de la antesala, amplio y acogedor, se está llenando lentamente de cajas mal armadas, maletas sobrecargadas, documentos desordenados, cajones desocupados aceleradamente, recuerdos inexactos, guitarras destempladas y uno que otro marco con fotos de tiempos imprecisos.

Miré a mi alrededor y pensé que todo estaba prácticamente listo, tal vez me faltaba una cobija o mi almohada o de pronto unas botas o el reproductor de Blu-ray, de pronto ese podía dejarlo, pero el tocadiscos jamás, el tocadiscos, miércoles me faltaba  alistar mis viejos vinilos, están en el tercer piso, tendría que subir otra caja.

Subí despacio de nuevo solo para encontrarme todos esos espacios vacíos que estaba dejando a todo lo largo de la casa. Unos espacios que sabía que ni siquiera el contenido de la caja podrían llenar.

lunes, 23 de marzo de 2020

LA CAJA (Capítulo 2: El reto)




30 años antes.

Se trata de no dormir. Es uno de esos trenes viejos, que traquean con cada vuelta de rueda, o cada que se pasa de un segmento de riel al siguiente. No lo sé. Pero cada movimiento en vaivén hace que las estructuras se muevan por separado, amenazando con el colapso del vagón entero; sin embargo, contra todo pronóstico, éste no se colapsa, sino que se mantiene entero, acostumbrado tal vez a su eterno trasegar sobre los rieles infinitos de este extraño y lejano país.

El movimiento continuo lo mece y adormece a uno. Como cuando la mamá lo acostaba a uno en su tibio regazo y lo arrullaba hasta llevarlo a la tierra donde el tiempo y la gravedad funcionan diferente.

Pero el reto consiste precisamente en no dormir.

Suzanna me mira con sus profundos ojos azules; tienen el tono parecido al de ese mar de Santorini donde nos estuvimos dando un baño unos cuantos días atrás. Hace poco que nos conocemos, una semana y media a lo sumo. Supongo que mi yo adulto llegará a pensar que fue mi primer amor de verano. Pero eso se lo dejo a mi futuro yo adulto, al que imagino serio, gordo y calvo. En este momento yo solo pienso en lo bien que se siente hablar con ella, lo agradable que es intercambiar vivencias de su país, tan al norte y frío, en comparación con el mío, tan caluroso y tropical. Siento una tibieza indescriptible en el fondo de mi pecho al ver sus labios sonrientes, como articulan cada palabra en un idioma común, que ninguno de los dos domina, pero que nos alcanza junto con las expresiones de la cara, las manos y las actitudes corporales, para entender lo agradable que pasamos el uno en compañía del otro. Adicionalmente siento una contracción extraña, en parte desagradable, en parte inquietante en el interior del abdomen. Es como si algo quisera salir corriendo del interior de mis entrañas.

¡Y por supuesto que Suzanna es hermosa! Pero yo no pienso en besarla, o en tomarle de la mano, o siquiera en rozar la redondez de su mejilla con la punta tímida y temblorosa de mis dedos. Solo acierto a pensar que es un milagro que después de haberla visto por primera vez en el hotel juvenil de esa isla, adonde estaba de paseo veraniego con su grupo del colegio, al igual que yo, posando de turista exótico suramericano con mis mejores amigos, después de varios días de miradas furtivas a lo lejos, después de una charla fugaz en el mar tras casi estrellarnos mientras cada cual buceaba en busca de estrellas coloridas y caracoles furtivos, después de otra charla casual en la fila del comedor del hotel, después de buscarla los siguientes días con la mirada ansiosa y sin lograr mayor éxito y después haber iniciado el viaje de regreso sin ninguna esperanza adicional, estemos sentados en el mismo vagón del tren desde hace tres horas, sin amigos (los míos se fueron detrás de unas italianas, por las amigas de ella no llegué a preguntar), disfrutando de una deliciosa charla que se ha dado gracias a que por primera vez en mi vida, he logrado vencer mi natural timidez y tras deponer mi primer impulso de salir corriendo, o mirar hacia otro lado, he dejado que sus ojos me guíen a través de la charla inicial intrascendente, hasta la emoción mutua de conocernos.

El tiempo nos alcanzó para contarnos toda la vida, para hacernos amigos, para reconocer afinidades mutuas, para escuchar canciones en mi Walkman, para que ella me enseñara sus poemas, aunque no pude entender gran cosa de lo que decían, pues estaban escritos en idioma original y ella solo podía contarme la idea general de lo que decían;  nos alcanzó para que me contara que también le gustaba pintar a la acuarela y hacer pequeñas esculturas en cerámica. Nos alcanzó para que yo le contara lo mucho que quería aprender a tocar guitarra y nos alcanzó para mostrarle algunos de mis dibujos, que siempre llevaba conmigo.

En un momento dado Suzanna saca de su morral una cámara Polaroid, todo un lujo para el momento y graciosamente, sin darme tiempo de protestar, se recuesta en mi pecho ya punta con su cámara hacia nosotros; toma una foto de los dos, inmediatamente toma otra:
-One for you, one for me, so we won´t forget each other- me dice.

La miro con los ojos desolados. Yo solo sé que nos quedan acaso un par de horas más por delante y yo aún no quiero perderla. Es media madrugada y el tren rueda cansinamente sobre los carriles, arrullándonos con el sopor de la noche veraniega, en la mitad de un país extraño. El reto es, ante todo, no dormirme.

domingo, 22 de marzo de 2020

LA CAJA (Capítulo 1: La caja)

La caja apareció en medio de un estropicio de cosas viejas y detritos maltrechos, como si fueran los restos finales de un antiguo naufragio, de un desastre de épicas proporciones.
Me sorprendió mucho verla ahí. Hacía ya tanto tiempo que la daba por perdida, que ni siquiera recordaba cuando era que había dejado de echarla de menos.

Hice una pausa para rememorar.

Tal vez dejé de pensar en ella al final de la revolución supina que supone una mudanza, la que se constata ha finalizado cuando por fin aterrizamos y nos sentimos cómodos en la nueva casa. De este suceso habían pasado ya casi diez años.

No dejó de parecerme curioso el hecho de haber olvidado la caja durante una mudanza y venir a encontrarla justo ahora, cuando debido a unas circunstancias completamente diferentes a aquellas, me disponía a iniciar una nueva mudanza.

La casa aún parecía nueva. Su diseño todavía se veía contemporáneo; los amplios y angulados espacios del piso superior iluminados por la luz de la mañana sabanera daban no solo una sensación de limpieza, sino una especie de aura clara, como si el mundo aun fuera joven y juguetón, igual que el cachorrito de Schnauzer sal y pimienta de los vecinos de la casa de al lado, que no hace más que ladrar con su aguda vocecita y brincar por todos lados desde que llegó. Los dos chicos del vecino, de 7 y 10 años respectivamente, están felices con el animalito, no se cambian por nadie. Los miro y recuerdo mi propia infancia, cuando una mascotica era lo mejor que me podía pasar.
Y, sin embargo, del rincón de las cosas olvidadas y desechadas, en la esquina más lejana de aquel tercer piso, adonde me dirigí sin aparente motivo real, a revolcar y remover objetos, despertándolos de su ya perenne sueño, durante la búsqueda absurda de una llave perdida que me diera acceso a aquello que mi memoria aún no acertaba concretar qué era; no lo podría decir. ¿Un libro, tal vez? ¿De pronto un álbum de fotos, o algún objeto con cualquier significado especial de años pretéritos?

En el frenesí de la búsqueda de algo que ni siquiera se sabe bien qué es, ni en que preciso sitio se puede llegar a encontrar, ¿lo perdido era el objeto en cuestión, o era mi propia mente, en semejante estado de agitación y desconcierto?

Allí emergió ella.

Fue imposible ver la escena completa sin evocar la imagen de un naufragio. Todos los restos de una vida ya pasada, regados en un caos heterogéneo de retazos de años gastados y alegrías olvidadas. En medio de semejante marea, la caja.

No era la caja lo que yo había ido a buscar al depósito del tercer piso, pero al verla salir a flote, supe inmediatamente que era la caja, la que me estaba buscando a mí.