lunes, 23 de marzo de 2020

LA CAJA (Capítulo 2: El reto)




30 años antes.

Se trata de no dormir. Es uno de esos trenes viejos, que traquean con cada vuelta de rueda, o cada que se pasa de un segmento de riel al siguiente. No lo sé. Pero cada movimiento en vaivén hace que las estructuras se muevan por separado, amenazando con el colapso del vagón entero; sin embargo, contra todo pronóstico, éste no se colapsa, sino que se mantiene entero, acostumbrado tal vez a su eterno trasegar sobre los rieles infinitos de este extraño y lejano país.

El movimiento continuo lo mece y adormece a uno. Como cuando la mamá lo acostaba a uno en su tibio regazo y lo arrullaba hasta llevarlo a la tierra donde el tiempo y la gravedad funcionan diferente.

Pero el reto consiste precisamente en no dormir.

Suzanna me mira con sus profundos ojos azules; tienen el tono parecido al de ese mar de Santorini donde nos estuvimos dando un baño unos cuantos días atrás. Hace poco que nos conocemos, una semana y media a lo sumo. Supongo que mi yo adulto llegará a pensar que fue mi primer amor de verano. Pero eso se lo dejo a mi futuro yo adulto, al que imagino serio, gordo y calvo. En este momento yo solo pienso en lo bien que se siente hablar con ella, lo agradable que es intercambiar vivencias de su país, tan al norte y frío, en comparación con el mío, tan caluroso y tropical. Siento una tibieza indescriptible en el fondo de mi pecho al ver sus labios sonrientes, como articulan cada palabra en un idioma común, que ninguno de los dos domina, pero que nos alcanza junto con las expresiones de la cara, las manos y las actitudes corporales, para entender lo agradable que pasamos el uno en compañía del otro. Adicionalmente siento una contracción extraña, en parte desagradable, en parte inquietante en el interior del abdomen. Es como si algo quisera salir corriendo del interior de mis entrañas.

¡Y por supuesto que Suzanna es hermosa! Pero yo no pienso en besarla, o en tomarle de la mano, o siquiera en rozar la redondez de su mejilla con la punta tímida y temblorosa de mis dedos. Solo acierto a pensar que es un milagro que después de haberla visto por primera vez en el hotel juvenil de esa isla, adonde estaba de paseo veraniego con su grupo del colegio, al igual que yo, posando de turista exótico suramericano con mis mejores amigos, después de varios días de miradas furtivas a lo lejos, después de una charla fugaz en el mar tras casi estrellarnos mientras cada cual buceaba en busca de estrellas coloridas y caracoles furtivos, después de otra charla casual en la fila del comedor del hotel, después de buscarla los siguientes días con la mirada ansiosa y sin lograr mayor éxito y después haber iniciado el viaje de regreso sin ninguna esperanza adicional, estemos sentados en el mismo vagón del tren desde hace tres horas, sin amigos (los míos se fueron detrás de unas italianas, por las amigas de ella no llegué a preguntar), disfrutando de una deliciosa charla que se ha dado gracias a que por primera vez en mi vida, he logrado vencer mi natural timidez y tras deponer mi primer impulso de salir corriendo, o mirar hacia otro lado, he dejado que sus ojos me guíen a través de la charla inicial intrascendente, hasta la emoción mutua de conocernos.

El tiempo nos alcanzó para contarnos toda la vida, para hacernos amigos, para reconocer afinidades mutuas, para escuchar canciones en mi Walkman, para que ella me enseñara sus poemas, aunque no pude entender gran cosa de lo que decían, pues estaban escritos en idioma original y ella solo podía contarme la idea general de lo que decían;  nos alcanzó para que me contara que también le gustaba pintar a la acuarela y hacer pequeñas esculturas en cerámica. Nos alcanzó para que yo le contara lo mucho que quería aprender a tocar guitarra y nos alcanzó para mostrarle algunos de mis dibujos, que siempre llevaba conmigo.

En un momento dado Suzanna saca de su morral una cámara Polaroid, todo un lujo para el momento y graciosamente, sin darme tiempo de protestar, se recuesta en mi pecho ya punta con su cámara hacia nosotros; toma una foto de los dos, inmediatamente toma otra:
-One for you, one for me, so we won´t forget each other- me dice.

La miro con los ojos desolados. Yo solo sé que nos quedan acaso un par de horas más por delante y yo aún no quiero perderla. Es media madrugada y el tren rueda cansinamente sobre los carriles, arrullándonos con el sopor de la noche veraniega, en la mitad de un país extraño. El reto es, ante todo, no dormirme.

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