Ella se había decantado por las artes plásticas, estaba
estudiando en su lejana Estocolmo. Yo me había decidido finalmente por una
carrera más prosaica, más ¨segura¨; no la amaba, pero tampoco fui infeliz
ejerciéndola. Al final aprendí a tenerle cariño. Mi entorno hizo que claudicara
a las artes en favor del futuro.
Con el fruto de mi primer año de trabajo profesional me compré
un pasaje con fecha de retorno abierta y me fui a visitar a Suzanna.
Fue como volver a ser ese niño de 16 años. Su presencia era
la primavera en pleno fulgor. Su cabello era como un refugio para mi rostro y
el descanso para mi mirada, prematuramente cansada. Sus labios eran el legendario
Néctar de los dioses para mí.
Su mirada se había vuelto de alguna manera más profunda,
más sabia. Yo podía zambullirme en sus ojos, como quien se sumerge en un pozo
de agua fresca y cristalina y podía nadar allí por horas enteras, sin necesidad
de hablar o reír. Y lo mejor de todo es que todos esos sentimientos eran plenamente
correspondidos.
Nuestra asidua correspondencia fue abono a lo largo de los
años, que hizo florecer un amor puro y verdadero, de esos que solo se leían en
las antiguas novelas románticas del siglo XIX.
Aprendí el idioma, presenté las pruebas para homologar mi
título y gestioné una beca para estudios de postgrado. Todo tan eficiente como
había sido mi vida académica, todo tan prosaico y efectivo como la profesión
que había escogido.
Por su parte, Suzanna ya había hecho su primera exposición;
podíamos decir que le había ido bien. El futuro nos sonreía. Decidimos irnos a vivir juntos. Fue completamente
espontáneo: llegamos a su casa un día después de cenar en un restaurante del
centro histórico de la ciudad y yo ya me iba, pues tenía que madrugar al día
siguiente. De pronto me besó y rápidamente subió las escaleras mientras me
gritaba que la esperara.
Tras un par de minutos regresó con la vieja Polaroid; graciosamente
y sin darme tiempo de protestar se recostó en mi pecho y nuevamente tomó una
foto de los dos, solamente una.
-Ya no necesitaremos copias de nuestras fotos. Esta es para
recordar el día que decidimos ser felices para siempre. – Me dijo.
Me fui caminando hacia mi
pequeño apartamento emocionado. Las lágrimas me empañaban la vista, pero aún
así vislumbraba un lejano futuro luminoso, lleno de hijos y nietos, una extensa
familia y Suzanne a mi lado, tal cual como en las novelas románticas del siglo
XIX, o como en los Cuentos de Hadas con los que aprendí a leer.
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