miércoles, 25 de marzo de 2020

LA CAJA (Capítulo 4: Años de luz)

Pensar en el evidente símil del naufragio me llevó a recordar el mar y me encontré de nuevo en ese lejano Santorini, cuando conocí a Suzanna. Pasaron seis años antes que la volviera a ver; sin embargo, nunca dejamos de estar en contacto. Era una época en que saber de la otra persona tomaba casi 6 semanas; el teléfono (aún había que usar SOLO el teléfono fijo de la casa, en mi caso era uno verde con una ruedita para marcar el número y no, no le ponían candado), perdón, me fui por las nubes, las tarifas de telefonía a larga distancia eran prohibitivas para mi presupuesto de estudiante; entonces había que esperar a que las cartas fueran y regresaran.

Ella se había decantado por las artes plásticas, estaba estudiando en su lejana Estocolmo. Yo me había decidido finalmente por una carrera más prosaica, más ¨segura¨; no la amaba, pero tampoco fui infeliz ejerciéndola. Al final aprendí a tenerle cariño. Mi entorno hizo que claudicara a las artes en favor del futuro.

Con el fruto de mi primer año de trabajo profesional me compré un pasaje con fecha de retorno abierta y me fui a visitar a Suzanna.

Fue como volver a ser ese niño de 16 años. Su presencia era la primavera en pleno fulgor. Su cabello era como un refugio para mi rostro y el descanso para mi mirada, prematuramente cansada. Sus labios eran el legendario Néctar de los dioses para mí.

Su mirada se había vuelto de alguna manera más profunda, más sabia. Yo podía zambullirme en sus ojos, como quien se sumerge en un pozo de agua fresca y cristalina y podía nadar allí por horas enteras, sin necesidad de hablar o reír. Y lo mejor de todo es que todos esos sentimientos eran plenamente correspondidos.

Nuestra asidua correspondencia fue abono a lo largo de los años, que hizo florecer un amor puro y verdadero, de esos que solo se leían en las antiguas novelas románticas del siglo XIX.

Aprendí el idioma, presenté las pruebas para homologar mi título y gestioné una beca para estudios de postgrado. Todo tan eficiente como había sido mi vida académica, todo tan prosaico y efectivo como la profesión que había escogido.

Por su parte, Suzanna ya había hecho su primera exposición; podíamos decir que le había ido bien. El futuro nos sonreía.  Decidimos irnos a vivir juntos. Fue completamente espontáneo: llegamos a su casa un día después de cenar en un restaurante del centro histórico de la ciudad y yo ya me iba, pues tenía que madrugar al día siguiente. De pronto me besó y rápidamente subió las escaleras mientras me gritaba que la esperara.

Tras un par de minutos regresó con la vieja Polaroid; graciosamente y sin darme tiempo de protestar se recostó en mi pecho y nuevamente tomó una foto de los dos, solamente una.

-Ya no necesitaremos copias de nuestras fotos. Esta es para recordar el día que decidimos ser felices para siempre. – Me dijo.

Me fui caminando hacia mi pequeño apartamento emocionado. Las lágrimas me empañaban la vista, pero aún así vislumbraba un lejano futuro luminoso, lleno de hijos y nietos, una extensa familia y Suzanne a mi lado, tal cual como en las novelas románticas del siglo XIX, o como en los Cuentos de Hadas con los que aprendí a leer.

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