jueves, 26 de marzo de 2020

LA CAJA (Capítulo 5: Intermedio Feliz)

Se iniciaba el último tercio del año de 1996, año que recuerdo especialmente por haberlo pasado aparentemente muy cómodo y disipado; Aun vivía la plenitud de mis 20´s, aunque faltaba poco para subir de piso. Era joven, había completado mis estudios en el exterior y era lo que en esa época denominaban un joven bien preparado. Había conseguido trabajo en una buena empresa y los fines de semana los malgastaba principalmente saliendo de fiesta con mis antiguos amigos del colegio, con mi combo.

Tan solo un año y medio antes había pasado por un día oscuro, tal vez el día más oscuro de mi vida hasta ese momento, pero tras iniciar ese año del 96, parecía como si el año previo se hubiera borrado de mi memoria, como si nunca hubiera existido, como si hubiera pasado por él a través de un sueño profundo y sin recuerdos.

Pero aquel era el año de la felicidad. El dinero que ganaba me permitió comprar lujos que jamás hubiera soñado previamente, viajaba con cierta frecuencia al paradisíaco Caribe, sostenía almuerzos de trabajo en lujosos restaurantes; realmente me sentía como el protagonista de una propaganda de perfume masculino.

Ese viernes quedé con Jaime Díaz y Andrés Arias, dos de mis compañeros de aquella lejana excursión europea de mi adolescencia, para encontrarnos en uno de los bares de moda de la antigua Zona Rosa. Llegamos temprano, antes que el cielo se pintara de arreboles en la efímera temporada seca que precedía el arribo de las lluvias del último tercio del año.
Pedimos una entrada y unas cervezas holandesas, a las que tan afines nos habíamos vuelto en los últimos meses. La música estaba a buen volumen y era una equilibrada mezcla de clásicas con sonidos de moda. El ambiente era el mejor.

Y para completar la escena, en la mesa de al lado había tres mujeres jóvenes, hermosas, despreocupadas y lo mejor de todo, solas. Realmente me parecía un signo propicio para un excelente fin de semana.

-Tres para tres- les dijo Jaime, acercándose temerariamente a una de ellas. -Mis amigos aquí al lado -continuó- qué digo mis amigos, mis hermanos, llevan varios minutos boquiabiertos mirándolas; se preguntan si no querrían ustedes acompañarnos a un trago. Se los pediría yo por mí mismo, pero soy demasiado tímido- concluyó.

Tras dos frases jocosas (o eso pensaba él) adicionales, accedieron a sentarse a nuestra mesa. Nos presentamos. Una de ellas se hizo inmediatamente a mi lado y me traspasó con los ojos más negros y la mirada más intrigante, coqueta, decidida y a la vez prístina que yo hubiera visto jamás.

Era Julia.

Fue instantáneo. Debo reconocer que no fue el enamoramiento electrizante de la adolescencia, ese de las mariposas y los desvaríos melancólicos, pero sí fue un amor más maduro, más depurado de los errores de relaciones previas, más sosegado pero a la vez más profundo.

En octubre nos hicimos novios oficialmente, en diciembre nos fuimos de viaje juntos a recorrer las diferentes ferias del país y en febrero del siguiente año nos comprometimos en una cena íntima con serenata de cuerdas, petición de mano de rodillas y argolla en el fondo de la copa de champaña. Para ese momento ya le había contado absolutamente toda mi vida, lo bueno, lo malo, lo triste y lo perverso.

Durante la boda, Jaime no hacía otra cosa que bromear: -En realidad yo la vi a ella primero- le repetía a todo aquel que le quisiera escuchar la historia de nuevo- pero fui demasiado tímido para invitarla a salir ¡y cuando me puse las pilas, este man ya me la había tumbado! -concluía entre hipos, risas y el siguiente trago de whisky.

Al año nació Cristina y dos años después nació Andrea.

El trabajo iba en aumento y los ingresos también. Después nos compramos el primer apartamento, cerca de donde mi suegra, que contrario a la leyenda tradicional, me quería más a mí que a Julia y si llegaba a discutir con mi flamante esposa, usualmente se ponía de mi parte.

Las niñas crecieron y entraron al colegio y la vida fluía en un remanso de felicidad, como un río cristalino a través de un valle soleado y fértil.

La caja, pacientemente, esperaba en un rincón de mi pasado.

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