Tan solo un año y medio antes había pasado por un día oscuro, tal
vez el día más oscuro de mi vida hasta ese momento, pero tras iniciar ese año
del 96, parecía como si el año previo se hubiera borrado de mi memoria, como si
nunca hubiera existido, como si hubiera pasado por él a través de un sueño
profundo y sin recuerdos.
Pero aquel era el año de la felicidad. El dinero que ganaba
me permitió comprar lujos que jamás hubiera soñado previamente, viajaba con
cierta frecuencia al paradisíaco Caribe, sostenía almuerzos de trabajo en
lujosos restaurantes; realmente me sentía como el protagonista de una
propaganda de perfume masculino.
Ese viernes quedé con Jaime Díaz y Andrés Arias, dos de mis
compañeros de aquella lejana excursión europea de mi adolescencia, para
encontrarnos en uno de los bares de moda de la antigua Zona Rosa. Llegamos
temprano, antes que el cielo se pintara de arreboles en la efímera temporada
seca que precedía el arribo de las lluvias del último tercio del año.
Pedimos una entrada y unas cervezas holandesas, a las que
tan afines nos habíamos vuelto en los últimos meses. La música estaba a buen volumen
y era una equilibrada mezcla de clásicas con sonidos de moda. El ambiente era
el mejor.
Y para completar la escena, en la mesa de al lado había
tres mujeres jóvenes, hermosas, despreocupadas y lo mejor de todo, solas.
Realmente me parecía un signo propicio para un excelente fin de semana.
-Tres para tres- les dijo Jaime, acercándose temerariamente
a una de ellas. -Mis amigos aquí al lado -continuó- qué digo mis amigos, mis
hermanos, llevan varios minutos boquiabiertos mirándolas; se preguntan si no
querrían ustedes acompañarnos a un trago. Se los pediría yo por mí mismo, pero
soy demasiado tímido- concluyó.
Tras dos frases jocosas (o eso pensaba él) adicionales,
accedieron a sentarse a nuestra mesa. Nos presentamos. Una de ellas se hizo
inmediatamente a mi lado y me traspasó con los ojos más negros y la mirada más
intrigante, coqueta, decidida y a la vez prístina que yo hubiera visto jamás.
Era Julia.
Fue instantáneo. Debo reconocer que no fue el enamoramiento
electrizante de la adolescencia, ese de las mariposas y los desvaríos melancólicos, pero sí
fue un amor más maduro, más depurado de los errores de relaciones previas, más
sosegado pero a la vez más profundo.
En octubre nos hicimos novios oficialmente, en diciembre
nos fuimos de viaje juntos a recorrer las diferentes ferias del país y en
febrero del siguiente año nos comprometimos en una cena íntima con serenata de
cuerdas, petición de mano de rodillas y argolla en el fondo de la copa de
champaña. Para ese momento ya le había contado absolutamente toda mi vida, lo
bueno, lo malo, lo triste y lo perverso.
Durante la boda, Jaime no hacía otra cosa que bromear: -En
realidad yo la vi a ella primero- le repetía a todo aquel que le quisiera
escuchar la historia de nuevo- pero fui demasiado tímido para invitarla a salir
¡y cuando me puse las pilas, este man ya me la había tumbado! -concluía entre
hipos, risas y el siguiente trago de whisky.
Al año nació Cristina y dos años después nació Andrea.
El trabajo iba en aumento y los ingresos también. Después
nos compramos el primer apartamento, cerca de donde mi suegra, que contrario a
la leyenda tradicional, me quería más a mí que a Julia y si llegaba a discutir con
mi flamante esposa, usualmente se ponía de mi parte.
Las niñas crecieron y entraron al colegio y la vida fluía
en un remanso de felicidad, como un río cristalino a través de un valle soleado
y fértil.
La caja, pacientemente,
esperaba en un rincón de mi pasado.
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